Hace poquitos días participé de un encuentro en el CEPA junto a Franco Vaccarini. Él inició su charla comentando cuánto lo marcó su encuentro con Borges. Yo ya conocía la anécdota pero el modo de condensar en pocos trazos el impacto que tuvo en él ese encuentro me hizo pensar en MI relación con la escritura de Borges.
Tengo muchos baches en mi camino lector. Agujeros que iré rellenando con el tiempo, claro. Pero en los que a veces caigo porque ahí están, se sienten como cuando vamos en el auto y uno de ellos nos agarra sin disminuir la marcha. La lectura de Borges no es de los baches más profundos porque me he forzado a leerlo. Y digo forzado porque siento que una fuerza opuesta retiene mi brazo y gira mi cabeza para que mire hacia otro lado de mi biblioteca. Cuando logro leerlo es con esfuerzo.
Franco me hizo recordar esto y estuve pensando.
Hace unos meses conversamos con Laura Escudero sobre la interpretación de Piglia y sus clases, esas que transmitió la TV pública. Incluso vimos juntas una de ellas. Aún no vi las demás. Me gustó y me tentó lo que Piglia mostraba, ese modo -nuevo para mí- de aproximarse a Borges.
En el colectivo que tomé a la salida del CEPA comencé a preguntarme qué era lo que sentía y me vino la voz de mi madre:
“fue de las cosas que me robaron que no pude volver a comprar. Eso y la flauta”.
Seguí el hilo de esa voz y recordé que cuando en la secundaria me pidieron que leyera un cuento de Borges por primera vez, en primer año y para hacer un trabajo de plástica, mi madre me contó que ella tenía las obras completas en una buena encuadernación, pero que era de las cosas que los milicos nos robaron al secuestrarnos. Recuerdo que mamá me dijo “lo peor es que dudo que vayan a leerlo. Van a estar de adorno en una biblioteca porque tener libros de Borges queda bien”.
Leí Ficciones, leí El libro de arena, leí cuentos sueltos, leí algo de lo que escribió con Bioy Casares. Hice todos los trabajos sobre su obra que me pidieron en la secundaria. Siempre recibí buenas notas por ellos. Laberintos, espejos, bibliotecas infinitas, preguntas, preguntas. Supe cómo contestar desde lo académico. Nunca me permití sentir la menor admiración. Si esas obras quedaban bien en las bibliotecas de los asesinos y los torturadores de mis padres, mmmm… ¡qué difícil tenerlas en mi biblioteca!
Sin embargo, con los años, fui comprándome sus libros de a uno. No los tengo todos. No los tengo leídos. Aún no puedo dejarme atravesar por sus historias del modo en que sí me dejé traspasar por Cortázar, por Arlt y por Puig, pero va resurgiendo una curiosidad lectora que en su momento se vio deshecha, tal fue la fuerza de ese relato de mi madre. Movida por esa curiosidad es que escribo esto, intentando retroceder en mi camino hasta ese momento en que sostenía un cuento fotocopiado en la cocina y vi que ese robo literario también había provocado una herida en mi madre. Otra más. De una profundidad y una dimensión diferentes a las otras. Así como mi mamá jamás volvió a tocar una flauta traversera ni yo puedo comer en calma un plato de canelones, los milicos también nos robaron el placer de leer a Borges. Casi 36 años después de ese robo, a 28 de mi primer contacto escolar con él, estoy recuperando las ganas de leerlo. No sé como se sentirá la zambullida en ese mar. Por las dudas iré entrando de a poquito. Tal vez comience viendo el resto de las clases de Piglia o releyendo Funes, el memorioso.