Desde mi cristal

Cumplir años

Cumplir años es cuestión de tiempo. Sólo hay que esperar que la tierra de otra vuelta más alrededor del sol. Podemos esperar quietos o podemos esperar en movimiento. A mi me gusta mucho caminar.
Pero ¿cumplir años es eso? ¿solamente dar vueltas alrededor del sol? ¿Qué tiene de particularísimo dar vueltas alrededor del sol? ¿Cómo llego a sentir que es MI vuelta alrededor del sol? Cuarenta y cuatro vueltas… ¡maaamita!
El nacimiento, ese momento cero, marca un inicio posible. El primero de los años, tan intensísimo, lo vivimos siendo personas de cantidad cero. El cero lo contiene todo. Somos potencialmente todo metidos en el círculo del cero. Hasta que cumplimos uno, llegamos a uno, cruzamos el umbral del uno y lo metemos en nuestra bolsita de números. La primera sonrisa o piedrita o miga o flor o estrella o nana o mar o lo que sea.
Quizás cada número, cada año, podría quedar marcado por un símbolo -objeto, emoción-. Habrá años que será el mismo repetido, aunque creo que en mi caso serían todos diferentes. Algunos, objetos materiales; otros, de naturalezas variadas.
Quizás si vaciáramos nuestras bolsitas y viéramos hoy aquello que representa cada cumpleaños nos tentaría quitar de ahí símbolos que ya no comprendemos cómo pudimos meter. Y reemplazarlos por otros que la memoria se empeñó en sostener vivos. ¿Sería justo eso?
Creo que no. Creo que si en cada presente, cada cumpleaños estuvo marcado por cruzar un umbral con esa forma elegida, no hay que cambiarlo. Ahí está nuestro año, en los límites de ese símbolo, en sus redondeces, en sus aristas, en su textura, en su emocionalidad y en su pequeñez o enormidad.
Pienso en un ojo de muñeco de peluche, o en un chocolate negro que se puso blanco por la antigüedad. En una tristeza honda. En un boleto capicúa. En el turquesa inolvidable de un mar. Se me ocurre el pedazo de piel que se desprendió del ombligo de mis hijos; sí, asqueroso, pero qué momento ese en que ellos se separaron de mi cuerpo. Merecerían estar en mi bolsa de números. Pienso en una carta que me escribieron y no tuve nunca en mis manos pero que existió, que leí de otro modo. Eso también está ahí. Hay música. El primer álbum de Pearl Jam tiene un número, seguro. Y no es Ten, es diecinueve. Hay alegría y zapatos azules. Hay verde puro. La corteza del árbol más viejo que vi en mi vida tiene un número también. Quince es un frasco del perfume que usaba la mujer que admiraba por esos días. Veinticuatro es un termómetro de cero a cien grados. Treinta y tres tiene forma de supernova.
¿Y cuarenta y cuatro?
Viví mis cuarenta y cuatro, cada día del año que hoy se cumple, acariciando un caracol marino.
Ahí está, delante de mí, en mi escritorio. Lo encontré en la adolescencia en Mar del Tuyú, pero no se hizo símbolo hasta esta vuelta alrededor del sol que acaba de cumplirse. No sé si quiero meterlo en mi bolsa de números todavía. Es muy hermoso y aún no puedo separarme de él. Pero la tierra respeta su sino y gira. El tiempo indica que hoy cumplo años y un número más entra en mi bolsita, quiera o no.
Será caracol, sí. No puede ser otra cosa.
Y lo llevaré conmigo junto con el ojo del oso, junto con la tela amarilla, junto con mi música, junto con el diario de Anna, junto con la piedrita de cuarzo, junto con la trenza dorada que mi abuela guardó tantos años sólo para dármela antes de irse de aquí.