A fines de mayo del 2015, un día de feria, me encontré por primera vez con mi novela La chica pájaro. Fue un proceso de escritura que viví tan intensamente que verla hecha libro de papel, con tapa y contratapa, con peso, con textura, me emocionó. Era alegría, profunda, pero también era un temblor que aún siento como un eco cuando saco el libro de mi biblioteca y recorro la foto de portada con la yema de los dedos. Es muy difícil expresar qué me pasa cuando veo mis libros andar por la vida de otras personas, haciéndose parte de otros y de otras.
Durante estos años fueron muchos, muchos, muchos, los días en que mi chica pájaro se hizo presente. Lectoras que me escribieron contándome lo que les sucedió al leer, personas que me conmovieron por lo que vi en sus rostros cuando les firmé el libro, mujeres que se acercaron a preguntarme si terminaba bien, porque ellas “estaban ahí” y no iban a soportar un final triste, chicas muy jóvenes empoderadas por el relato, varones también. No tantos, pero también hubo hombres enojados con los hombres de esta novela. Incluso algunos también criticaron a Darío, por acercarse a Mara sin conocerla.
Creo que nunca me pidieron tantas veces que leyera como con esta novela. Fueron muchas las veces, sobre todo en profesorados, que cerramos el encuentro con la palabra entrecortada de Mara en mi voz.Yo digo que es tanta la densidad de lo reprimido que una voz siendo escuchada por otras se hace necesaria. Y creo que el clamor de muchas voces juntas, como hay cada año en las marchas de #niunamenos, también es necesario para que la justicia escuche, para que la sociedad toda escuche y se haga presente. Pero me parece que lo más importante siempre es que cada una de nosotras SE escuche.
Hace pocos días una noticia me indignó: en Mendoza, un centro de operaciones de emergencias recibió un llamado de emergencias en el que le decían que se escuchaban gritos desde una casa. Lo desestimó. El resultado fue la muerte de Florencia Romano, de 14 años, en mano de femicidas. Florencia logró gritar, defenderse, pelear, hacer mucho ruido para que la escucharan. Logró que alguien llamara al 911. Y, como esa persona cortó luego de describir vagamente lo que escuchaba, el centro de operaciones no dio curso a la llamada por imprecisa, por breve, por…
Puedo pensar que, como en el cuento de Pedro y el lobo, los agentes de la policía mendocina habrán ido mil veces a atender emergencias que no lo eran pero, ¿pueden correr el riesgo de desestimar un caso? NO. NO PUEDEN.
Desde 2015 hasta ahora aprendimos mucho. La sororidad se siente en las calles. Sabemos de memoria el número al que tenemos que llamar en casos de violencia. Muchas, muchísimas, de nosotras hemos dejado atrás la indiferencia. También muchos hombres se han sumado a esta lucha contra los femicidios. Y es vital la denuncia atendida para que esto no siga pasando, para que no haya mujeres muertas en ninguna calle del mundo. Eso implica que las y los agentes de policía escuchen activamente, que se muevan todas las veces que sea convocada, que se capaciten aun más para desnaturalizar el machismo tan firmemente asentado en su educación.
En este año de aislamiento y encierro, las denuncias y las muertes, lejos de disminuir, revelaron con cuanta frecuencia el seno del abuso y el maltrato está en los lugares donde vivimos, en el seno de la familia. A veces la naturalización de la violencia es tanta que está, incluso, en el interior de nuestras cabezas y no nos parece maltrato algo que a todas luces lo es, o no reaccionamos ante el grito, el gesto o el golpe, porque creemos que “no es para tanto”.
Es vital que, en la intimidad más cerrada, en lo que recordamos cuando miramos la nada misma, escuchemos eso tan difícil de oír. Nuestra voz. Es vital que nos escuchemos y que nos comuniquemos. Que dejemos atrás los tiempos en que costaba hablar con las hijas, con las madres, con las tías, las primas, las abuelas. Oigamos las quejas y preguntas que formulan esas voces acalladas por la costumbre. En ese “no me gustó lo que me dijo”, en ese “no quiero aguantar esto”, en ese “le tengo que decir que así no me gusta”, en ese “¿cómo hago?”, en ese “necesito ayuda”, están las semillas de lo que tenemos que dejar brotar. En las alianzas que podamos hacer con nuestras familias, con nuestras amigas y amigos, está nuestro florecer. Mara puede sostenerse porque sabe que hay otro modo de vida posible. Ese sostenerse por la fuerza propia que, en lo infinito del tiempo literario, aprendemos día a día mi chica pájaro y yo, y también todxs aquellxs que la han hecho parte de sus vidas.