Colaboraciones

Temas que inquietan y la lectura*

En este baile, la música siempre está

(armas y letras) Hace ya 12 años, en 2007, mi querido colega David Wapner escribió un breve artículo en la web Imaginaria llamado “El tema no es el tema”. Aún pueden encontrarlo y se los recomiendo fervientemente. Hay que leerlo y releerlo tantas veces como sea necesario. Si les interesa escribir, les recomiendo hacerlo a la luz de lo que David propone. Él dice, en uno de sus párrafos:

“Jugarse” con un tema “jugado”, no vale, ni aporta, nada, si la jugada no se pone en la escritura. Un texto, por el cual su autor se ha puesto él mismo en el asador, continúa su trabajo por largo tiempo después de haber sido plasmado. Aún secreto, u oculto, o negado, un gran texto trabaja. Modela, corroe, pregunta, construye, deconstruye, reparte, dispersa, confunde, ilumina, arde, escuece, excita, amasa, taladra, deforma, revuelve, levanta, contradice, hierve. Un gran texto trabaja. Un gran tema es sólo un enunciado.

David Wapner


David lo dijo tan bien que sobre los temas en la escritura no voy a agregar nada más.
La oposición que me llama a la reflexión se concentra en dos palabras: “inquietan” y “lectura”.
Por un lado, está el acto de leer, que supone movimientos mínimos.
Por el otro, aquello que no nos permite la quietud, que nos pone en movimiento.

¿Qué es lo que se pone en movimiento?
¿El movimiento es literal o metafórico?
Yo pienso que, como dice Siri Hustvedt, “leer es una forma creativa de escuchar que modifica al lector”.
¿Cómo se prepara el cuerpo ante una lectura que promete inquietar?
Al leer, accedemos al mundo imaginario del autor párrafo a párrafo y, mientras creemos que caminamos por un sendero delimitado por las prolijas líneas de palabras, cada párrafo leído se transforma en una jungla desordenada en la cual se superponen los recuerdos, vivencias, ideas, deseos, emociones y razones que nos constituyen. Es decir, cuando lo leído penetra, transforma el paisaje interno. Aparecen imágenes propias, músicas, aromas, percepciones que se suman al transcurrir de eso que está quietito en el libro, pero en danza dentro de nosotras. Todo lo que creíamos ordenado en nuestra mente se desacomoda.
Y, no sé si acuerdan conmigo, pero me parece que cuando hay inquietud, cuando algo de lo leído llegó para acomodarse y desacomodarnos, el movimiento es literal. Hay mirada hacia afuera del libro, hay una pausa para preparar un mate, hay una uña siendo mordida y debilitada, una carcajada que tensa las abdominales, un ceño fruncido, una lágrima, un enojo, un escalofrío. Algunos recuerdos difíciles quedan en primer plano y ya no están las voces del texto para ayudarnos a comprender qué nos pasa. Hay otros recuerdos nuevos que queremos revivir, como la emoción ante determinada escena, o el desconcierto de pensar un final y aún no saber si será. Y añoranza también, ganas de volver atrás el tiempo, a ese momento de placer lector que acabamos de dejar para, por ejemplo, ir a trabajar.

Pero no siempre pasa que una lectura sea inquietante. ¿De qué depende?
Como David, pienso que depende mucho de cómo está escrita, pero intentaré correrme de este lugar que me tira porque me encanta hablar de escritura y voy a intentar seguir pensando desde el devenir lector. Es que no puedo dejar de conectar una cosa con la otra porque, como les dije, siento que lo que se entabla en el lector es una conversación con aquello que está leyendo. Y ustedes saben lo diferente que es conversar con alguien interesante que conversar con alguien que no lo es…


Les propongo una serie de situaciones:
La mejor: supongamos que encuentro un texto cuyo título y primeros párrafos me inquietan, me hacen pensar, me llevan a leer el resto. Resulta que no es literatura. Es un texto que habla de algo llamado “Síndrome del colapso de las abejas”.
¿Puede ser un tema inquietante la desaparición y muerte masiva de las abejas?
¿Me inquieta por la palabra “colapso” o por la palabra “síndrome”? ¿O mi mente me lleva en un microsegundo de las abejas a la miel y me inquieta porque al leer el título imagino instantáneamente un mundo sin miel? Me desacomoda de un modo inesperado. Las palabras permanecen en mí con la fuerza de un poema. ¿Qué pasó?
Algo de lo que leí me tocó ahí, ahí mismo donde se aloja lo que no se olvida, como meter el dedo en el frasco de miel cuando nadie me está mirando. María Teresa Andruetto dijo que atesoramos aquel libro que “poseedor de un punctum que lo aloja en nuestra memoria, sigue preguntándonos acerca de nosotros mismos”. ¿Importa si el texto que lo logra es literario, científico, periodístico?

Otra situación: supongamos que me recomendaron un cuento, reseñado como “imperdible” por una persona que respeto. Lo leo y no me pasa nada. ¡Nada! ¿Por qué no me pasó nada? ¿Tengo un problema de insensibilidad? ¿Es posible que nada me pase?

En realidad, si lo pienso bien, algo me pasa: me incomoda decir que no me pasó nada. Porque se esperaba que me pasara algo. Me tienta mentir y decir que sí, que me pasó algo, ¿qué hago? ¿Digo lo que siento o lo que se espera que sienta frente a esa lectura? O sea, ahí donde leí sin salir de cierta indiferencia, la inquietud la generó saberme parte de una comunidad lectora. No es esta una inquietud que se desprendió de la conversación con el texto. Es otra cosa.
Muy diferente sería si al leer el texto siento rechazo, enojo, lo tiro lejos. Ahí es claro: el acto de rechazo es un movimiento contundente. ¿Qué pasa con esa interpelación que surge desde el rechazo? ¿La inquietud anida en el texto, en la interioridad de quien lee o en el momento en que se produjo la lectura?
Pienso que también puede suceder que un título o un texto no nos movilicen inmediatamente y, sin embargo, rompan la quietud interna que reinaba antes de leer. Esos libros que permanecen dándonos vueltas adentro y que nos llevan a preguntarnos: Pero, ¿qué quiere de mí? ¿Por qué sigo enganchada con esto?

Hay textos que desacomodan a muchas personas, incluso a toda una comunidad, no importa cuándo y dónde sean leídos. Esos libros que perduran, que se transforman en clásicos…
Paul Ricoeur, un filósofo francés que se puso a pensar sobre las distancias entre la memoria social y la memoria individual, dice que existe algo llamado “identidad narrativa” que conecta nuestros recuerdos con los de los demás porque parte de quienes somos se debe a lo que nos relatan quienes nos preceden. Y no solo se refiere a las anécdotas de índole familiar. Hay una acumulación simbólica que compartimos con nuestros pares a medida que crecemos que va formando parte de quienes somos, pero no en desmedro de aquello que nos conforma como individuos sino al contrario, sumando a nuestra identidad individual una identidad social. Pienso en Mafalda, por poner un ejemplo. Hay autores y autoras que logran capturar en su escritura –sea de ficción o de no ficción– esas simbologías que nos definen como parte de un pueblo y que, a la vez, nos conectan con nosotros mismos.

También sucede que hay lecturas, algunas de ellas nada reconocidas, algunas de ellas tildadas de superficiales o de impenetrables, de las que, incluso, nos olvidamos el nombre del autor o autora, que nos hicieron sentir que del otro lado había alguien que me hablaba a mí y a nadie más que a mí, que me decía lo que necesitaba escuchar, que me daba la clave para resolver un problema, que me consolaba mejor que nadie. Y aunque reconocemos que esa escritura no era de gran calidad, no podemos quitarla del grupo de lecturas inquietantes porque estuvieron ahí, dándonos calma, abriéndonos al llanto o a la alegría. ¿Fueron los textos, fue el momento en el que los leímos o fuimos los y las lectoras quienes aportamos la inquietud?

Otra pregunta: En una persona que se está formando como lectora, ¿moviliza igual una lectura en soledad que una lectura mediada por un tercero?
En la lectura mediada entra en escena el sonido de otra voz, y la posibilidad de que el poder de inquietar esté en este tercer integrante que se suma al baile, que invita a bailar.
¿Puede ser que un texto que no inquieta al ser leído en soledad, se transforme en un texto inquietante al ser leído en voz alta por alguien entrenado para hacerlo?
¿Influye la voz que lee en voz alta, su timbre, su capacidad para entonar las palabras?
Si respondemos que sí, cabe preguntarse qué variables prefieren las personas mediadoras a la hora de seleccionar sus corpus de lectura.
¿Quieren leer textos desafiantes, que provocarán debates y cuestionamientos, quiebres, disrupciones? ¿Prefieren leer textos que inquieten, pero no tanto? ¿Eligen por la sonoridad, por el impacto, por el suspenso, por las características de los lectores y lectoras de la audiencia? ¿Eligen leer o eligen adaptar lo escrito? ¿Será que hay que ir probando, cual experimento, a ver qué “enciende” y qué “apaga” la conversación?
En su conferencia “La voz nace del silencio”, Cecilia Bajour expone que “al narrador oral se le presenta el desafío de explorar y representar la paleta sutil que cada cuento utiliza para sugerir lo oculto”. Porque en todo texto literario, realmente literario, siempre danza algo secreto.
¿Están todas las personas mediadoras entrenadas en deslizar las pistas para que su audiencia sospeche que existe otra marea, otro sonido, por detrás de lo leído?

Al fin y al cabo: ¿Por qué decidimos leer? ¿Por qué decidimos poner el cuerpo para mediar una lectura?

Si pensaron que lo hacen porque hay que hacerlo, desde el deber y la obligatoriedad, se están perdiendo lo más rico del mundo de la lectura: el deseo de pasarla bien con nosotros mismos y con otros. Deseamos leer y en el deseo mismo hay inquietud, hay movimiento, hay, como promesa, un goce. Ese goce está a nuestro alcance, desnudo de utilidad, no sabemos cuándo lo vamos a sentir, en qué libro, detrás de cuál título, pero sabemos que, si leemos, tarde o temprano va a pasar. Y hacia allí vamos. Nos recomiendan una lectura y deseamos que ese mundo que se nos abre nos lleve a acercarnos a eso de nosotras, de nosotros, que resulta inasible de otro modo. Ese goce. Ese ritmo interior.

¿Cuál es tu ritmo interior? ¿Encontraste una lectura que te haya puesto en el borde del abismo? La música de nuestro cuerpo habita en esos abismos.

Creo que al goce estético se llega con sensibilidad lectora.
Y a la sensibilidad lectora se llega leyendo. Leyendo y leyendo. Mucho y de todo. No se necesita dinero para leer mucho, se necesita que los libros sean accesibles para todos.

Poco a poco ustedes, que tienen el privilegio enorme de formar lectores y lectoras de todas las edades, irán percibiendo quiénes gozan con poemas; quiénes, con cuentos, con novelas, con textos de no ficción, con historietas, con el cine y las series y con un larguísimo e inquietante etcétera. Poco a poco reconocerán a quienes disfrutan con toda clase de lecturas y a quienes prefieren leer un solo género. Serán testigos –y podrán afirmar conmigo– que los modos de felicidad a los que se llega luego de leer cada libro son todos distintos, porque las personas somos todas diferentes. Es ahí, en nuestras particularidades, donde se halla la riqueza de este mundo.

Para terminar, quiero decir que, aunque es claro que la lectura puede ser nuestro único refugio o nuestro único alimento, yo sé por experiencia propia que es completamente gozosa, que es, les diría, parte de la salud de una sociedad, que es hogar y no solo casa, cuando no tenemos hambre, cuando no nos maltratan, cuando nos sentimos querides y valorades, cuando quienes deciden nuestro futuro, nuestros gobernantes, toman medidas pensando en cuidarnos, y no en cuidarse.

* Texto presentado el 17 de Octubre del 2019 en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

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