En esta semana siempre reina, como astro, la mirada de mi padre y esa sonrisa.
Me gusta pensar que esa sonrisa era para mí sola, pero sé que no, sé que era también para quien estaba del otro lado, tomando la fotografía. El amor que sentía por mi madre era inmenso.
Y dando cuenta de eso, este veinticuatro,
ella es mi sol.
Mi madre tenía 22 años cuando quedó “viuda”. No existe palabra para esa viudez nunca cuajada. En su magma emocional, recién pudo resolver esa viudez en 2011, cuando estuvo a solas con los huesitos de su compañero y primer marido. Y tenía 24 cuando nos secuestraron y la desaparecieron por un no-tiempo. Este año, a los 63, mi madre dio testimonio en Comodoro Py por esos hechos.
Su voz tiene una resonancia que se siente muy cálida en los oídos. No lastima con tintes agudos inesperados, aunque a veces arremete cargando de fuerza alguna sílaba o alguna palabra que quiere destacar.
Es una voz que alerta, pero no altera. Era tan claro el relato que cuando calló, le hicieron muchas preguntas. Su testimonio, además del último del día, fue muy largo. Preguntó, incluso, el defensor de sus torturadores. Pienso que cuando un relato aporta datos precisos pero, sobre todo, cuando un relato aporta silencios que significan, la pregunta que ahonda, escarba, busca, se presenta. Incluso aquella que provoca indignación. Ella respondió hasta que el juez dio por terminado el testimonio.
Nunca la había escuchado relatar los hechos vividos en ese sin-tiempo de su desaparición de modo cronológico e ininterrumpido. Cuando trabajé esos diálogos madre/hija en “El mar y la serpiente”, sus aportes estaban mechados por mil comentarios al margen que alivianaban los datos. Cuando dio su testimonio en el Juicio de Lesa Humanidad de Bahía Blanca, testimonié después de ella así que no pude escucharla. Ojalá la justicia tuviera la lucidez del relato de mi madre.
Fue la primera vez que escuché sobre lo que le sucedía durante y después de cada sesión de tortura. Cómo la llenaba el dolor, cómo se sentía caer en la locura. Dijo “era el infierno del Dante”. No fue escabrosa, fue recatada, incluso, pero cada vez que usó la palabra “interrogatorio” sonó con toda su capacidad de lastimar.
Cuando finalizó y cruzó la puerta de vidrio que nos separaba la abracé estrechamente, intentando que sintiera mi orgullo, mi admiración, mi compasión, mi comprensión, mi amor.
Al salir de Comodoro Py la llovizna fue un alivio para las dos. Hablamos de la lluvia, de que no teníamos paraguas, y, de pronto, cruzando una avenida, me percaté de que no había hablado de su boca. Se lo mencioné, “no dijiste nada de tus dientes”. Y ella me miró con asombro y dijo que era cierto, que se había olvidado, “qué significativo ¿no?”. Le hicieron pedazos la dentadura. Y el dolor en la boca y en los recuerdos se multiplicó infinitas veces pues tuvo que hacerse muchos, muchísimos, tratamientos odontológicos. Al olvidar, protegió a todos de su dolor, uno que la mayoría de nosotros conocemos apenas superficialmente y que hubiera provocado en varios el gesto de taparse la boca con la mano.
Cuando suárez mason la soltó, lo que se veía era una mujer sin dientes de veinticuatro años. Pero la verdad es que, por más que la rompieron, jamás, jamás, jamás lograron que fuera una mujer sin mordida. También por esa incisiva manera de estar en la vida, la amaba mi padre. También por esa manera apasionada de morder el día a día, con ideas y gestos siempre sorprendentes, con un modo leonino de querernos, la amamos mi hermana y yo.
(Mi mamá es la artista plástica sonora visual Andrea Fasani y va a pasar el 24, el 25 y el 26 de marzo en el Museo de la Memoria de Rosario, acompañando su trabajo Treinta y haciendo una performance con sus compañeras Marcela Rapallo, Fabiana Galante y Claudia Toro, entre otras actividades. Si andan cerca, no se las pierdan).