Colaboraciones

Cuando la curiosidad florece y nos amplía la mirada (o qué es esa cosa llamada “divulgación científica”)

«La ciencia no puede ser detenida. El hombre acumulará conocimientos, sin importar cuáles sean las consecuencias. Y no podemos predecir cuáles van a ser. La ciencia seguirá avanzando –ya seamos pesimistas, o seamos optimistas, como yo–. Sé que se podrán hacer y se harán grandes, interesantes y valiosos descubrimientos… Pero también sé que se harán descubrimientos aún más interesantes que no tengo imaginación para describir –y los estoy esperando, lleno de curiosidad y entusiasmo–.»

Linus Pauling,“Chemical Achievement and Hope for the Future”, 1947.

Todas las mañanas, antes de ir a nuestros trabajos, colegios, ocupaciones, buscamos enterarnos qué sucedió mientras dormíamos. Revisamos los teléfonos “inteligentes” mientras preparamos el desayuno, encendemos las radios y/o los televisores, leemos los diarios, las redes sociales, cuestionamos y comentamos las noticias, ya sean familiares o de interés general. Buscamos información con avidez. Lo mismo sucede durante nuestra jornada laboral y también más tarde, cuando regresamos a casa y preguntamos a nuestros seres queridos “¿Alguna novedad?”.

¿Por qué sostenemos día tras día esta pulsión de estar “al tanto de todo”? ¿Es útil saber qué pasa? ¿Nos enriquece? ¿Influye en nuestras decisiones de corto, mediano y largo plazo? ¿Todo lo que nos enteramos es información?

1. Dar noticias sobre cualquier cosa

Eso significa la palabra “información”. Deriva del verbo “informar”, que es un antiguo verbo de origen latino: informare. El diccionario etimológico explica: proviene de la unión de la partícula “in” y el sustantivo “forma”.

El prefijo “in” tiene dos usos: puede ser un prefijo privativo, y en ese caso conduciría a pensar en “informa” como “lo que no tiene forma”. Pero también puede señalar un movimiento: el de afuera hacia adentro (uso que queda claro en el verbo “incorporar”). En este segundo caso, “informa” se puede leer como internalizar la forma de algo, estructurarlo.

Resultan interesantes ambas lecturas de la palabra “información”.

Si continuáramos pensando lo que indica la segunda manera de interpretarla, la primera pregunta que surge es ¿quién da forma? ¿quién estructura? Y quién incorpora esa forma. Es decir, hay personas detrás de aquello que estamos comunicando que nos transmitirán los hechos desde su valoración subjetiva, aún cuando intenten pasar desapercibidos usando, por ejemplo, un lenguaje científico.

Si pensáramos la información como algo que no tiene forma, quizás podríamos interpretar que esos hechos que se cuentan están ahí para que los adecuemos a nuestro modo de interpretación y valoración, lo que nos devuelve a la misma pregunta: ¿quién tomará lo in-forme para darle una organización? ¿No será inevitablemente subjetiva esa estructura que los hechos adquieran?

Es decir que la información de “lo que nos sucede” siempre está sujeta a una interpretación de los hechos. La información es relatada desde la perspectiva de una persona —o un grupo de personas— con cierta mirada de los hechos; lo que se provoca al comunicarla depende, en gran medida, de cómo se arme el discurso informativo y/o explicativo.

2. ¿Es posible definir qué es saber y qué será saber en un futuro?

Cuando comprendemos de un modo acabado, completo, un fenómeno, decimos que “lo sabemos”.

Sabemos las tablas de multiplicar, sabemos hacer empanadas de carne, sabemos los pasos que hay que dar para pagar los impuestos, sabemos el camino que hay que seguir para ir a donde viven nuestros seres queridos, sabemos que alguien se molestará si le hablamos de modo agresivo. Desde que nacemos no paramos de asimilar conocimientos, no paramos de saber más y más “cosas”.

Hay un momento de la vida —o varios— en el que lo que más queremos en el mundo es saber cómo funciona, justamente, nuestro mundo. Es que saber, complace, da seguridad. Más cuando demuestra experiencia personal. Una niña que aprendió algo que le interesa disfruta contando con sus palabras lo que entendió, lo que leyó, lo que escuchó. En ese ejercicio de poner palabras irá encontrando cómo contar lo más difícil: lo que sintió, lo que siente al relatarlo, lo que comprende del cúmulo de hechos que no paran de suceder y sucederle.

Saber comunicar a los demás los vaivenes emocionales y físicos del mundo interior es de las cosas más difíciles que nos toca aprender. Y, mientras intentamos dilucidar cómo contamos lo que nos pasa, incorporamos aprendizajes que tienen que ver con el uso de los objetos y con nuestra relación con la sociedad.

En un presente tan estimulante, donde a cada paso los hechos y las cosas nos colman los sentidos, no es sencillo reconocer qué es lo que verdaderamente nos facilitará el camino para comprender el mundo que habitamos. ¿Es la observación o la experiencia? ¿Es saber lo específico o lo general? ¿Es siguiendo nuestros impulsos o siguiendo nuestra razón? ¿A quién escuchamos? Solemos escuchar a las personas que tienen más experiencia. Pero la sabiduría que comparten no siempre nos es útil. ¿Dónde está el saber? ¿O será que lo que tenemos que aprender —y enseñar— a distinguir son los hechos, para extraer luego, de ellos, múltiples saberes?

¿En un futuro cambiará el sentido de “saber”? Lo que seguramente cambiará es lo que hay que saber para, mínimamente, comprender a la sociedad en la que nos toque vivir. Pero, si nos interesan, los cambios y las incorporaciones de conceptos pueden ser tan graduales como placenteros. Sí: hay placer en todo esto. Alivia darnos cuenta de que en la transferencia de conocimientos, de saberes, de procesos de aprendizaje, podemos encontrar momentos de satisfacción, de alegría, de conexión, de encuentro, de eso ancestral que nos lleva a nuclearnos para relatar nuestras experiencias.

3. Y entonces, la ciencia sería… sería… ¿qué sería “la ciencia”?

La palabra “ciencia” proviene del latín, scientia, “conocimiento”. Inmersos en la marea continua de hechos, podríamos comprender “ciencia” como un modo de mirar, de apreciar, de amar la naturaleza en su totalidad.

Marie Curie, la física dos veces premio nobel, en las páginas de su diario le recordaba a su esposo que enseñar ciencias naturales no era más que enseñar a amar la vida, pero que poca gente compartía esa visión de la ciencia.

Observar la vida científicamente es observar desde la insaciable curiosidad infantil, yendo cada vez más hacia lo profundo, hacia lo pequeño, hacia lo invisible, lo silencioso, hacia lo aparentemente vacío. Y esos “vacíos” inquietantes que se revelan a las personas curiosas están por todas partes, no se limitan al estudio de los fenómenos terrestres o matemáticos, también están en las sociedades, en los individuos, en el modo en que nos relacionamos y comunicamos.

De un modo análogo, mirar la vida poéticamente también perturba e inquieta, también mantiene las neuronas alertas. También invita a ir hacia lo aparentemente vacío. Ambas maneras de sentir lo natural y lo cultural quedan enlazadas, en su origen, por la curiosidad imperturbable que gobierna nuestra infancia.

¿Pero de qué modo accedemos a la formalización de ese modo de mirar? ¿cómo nos damos cuenta de que esas preguntas que no paran de aparecernos en la cabeza denotan un pensar científico? Alguien tiene que decírnoslo, alguien tiene que regalarnos esa palabra, “ciencia”. Nuestra actitud respecto a ella dependerá del modo en que nos la presenten. Lo mismo sucederá con la otra palabra, “poesía”. ¿Serán palabras cálidas, distantes, crípticas, inútiles? ¿Cómo las recibiremos?

En la infancia aprendemos a leer los cuerpos mucho antes que a entender las palabras. Ese saber queda escrito en las capas más profundas de nuestro entendimiento. Hoy, personas mayores, tal vez no le demos importancia pero hubo un momento en que ese modo de leer el mundo fue lo que nos permitió sobrevivir. Gracias a esa lectura de gestos y movimientos fuimos “entrando” en el lenguaje. Una palabra cantada no se recibe igual que una palabra cansada o que una palabra enojada o dicha por deber.

La ciencia no se recibirá igual si la cuenta alguien que siente pasión por ella que si la cuenta una persona que la rechaza. Por otro lado, resultará incomprensible si esa persona apasionada no crea un suspenso, no relata la cadena de razonamientos que permita transmitir, a la vez, el hecho y el deslumbramiento por el hecho.

De lo anterior se desprende que hay muchos modos de acceder a la ciencia. Y que la ciencia es, también, inabarcable, igual que la totalidad de un territorio cualquiera. Podemos sobrevolarlo y verlo de lejos, podemos recorrerlo por sus rutas, podemos salirnos de los caminos y andarlo a campo traviesa. Podemos pasarnos la vida observando y experimentando los cambios en la orilla de un río; yendo de norte a sur, de este a oeste, caminando en zig-zag o en guarda griega. Podemos elegir perdernos y respirar la ciencia en ese estado de “perdición”.

Hay una aproximación a la ciencia desde la escuela, otra desde la vida cotidiana, otra, desde los lugares de estudio e investigación y también la que debemos comprender para acceder a ciertos trabajos. La enseñanza de las ciencias apunta —o debería apuntar— a conservar y desarrollar esa mirada curiosa, abierta y deprejuiciada característica de la infancia. Desde la escuela se intenta sobrevolar los distintos campos científicos para dar una idea global del territorio, para mostrar la variedad de disciplinas entre las que se puede elegir. ¿Alcanza con esto para estimular el crecimiento de la curiosidad? Más allá de los planes educativos, quien está al frente del aula, ¿se siente preparado para estimular la curiosidad de las niñas, los niños y la juventud de hoy?

Lo que la sociedad produce —libros, programas culturales, videos, entrevistas, etc.—, es tanto que cada quien tomará lo que más le interese o no tomará nada. Sucede lo mismo en el campo de la ficción dedicada a niños, niñas y jóvenes. En estas circunstancias tan particulares que trae el siglo XXI, la presencia afectiva de un adulto mediador resulta vital. Será quien podrá hacer una verdadera diferencia en la formación de esa persona como lectora de la realidad que le toca vivir.

¿A cuántas personas comprometidas en formar lectores les interesa la ciencia como modo de mirar el mundo? ¿Es posible despertar, revivir, iluminar el pensamiento científico en la adultez? ¿Es posible cuando lo que escuchamos en nuestra infancia y juventud es que “la ciencia es difícil”, “la ciencia es incomprensible”, “la ciencia no es para todos”, “es aburrida”, “nos ata al piso”, “hay que estudiarla demasiado”, “usa un vocabulario hermético”, etc., etc.?

La mirada científica se cultiva en los juegos, en la cocina, en la jardinería, en las artes, en la atención al lenguaje y a los movimientos sociales, en la política; no únicamente en los laboratorios e institutos de investigación. Quien tenga el deseo de formar lectores y lectoras, lo primero que debería dejar afuera son los prejuicios alrededor de cómo se sienten los hechos al mirar con curiosidad la vida.

El gran poeta japonés Matsuo Bâsho seguramente observaba atento –y abierto– cuando escribió

Con niebla y lluvia
no se ve el monte Fuyi.
Interesante.

El momento siguiente a esta observación, en alguien que piensa científicamente, tal vez será preguntarse por qué, indagar en los fenómenos de la naturaleza, elaborar hipótesis acerca de cómo la bruma impide la visión, identificar causas, arriesgar consecuencias, continuar cuestionando lo que ve hasta que encuentre una explicación que le dé calma.

El instante siguiente a la observación de Bâsho en quien piensa poéticamente tal vez será continuar observando, asimilando eso que se percibe, explorando nuevas maneras de expresarlo, sumergiéndose en esa contemplación que está muy lejos de ser estática.

Quedan planteados, a partir de esta escena que propone el haiku, dos modos de leer un hecho. Existen muchos más, por supuesto. Y habrá momentos en los cuales el deseo será contemplar en silencio y otros, en los que intentaremos hallar explicaciones para lo que vemos.

La pregunta que subyace es si los formadores de lectores somos capaces de no apagar la mirada científica que existe en niñas y niños manteniendo encendida, al mismo tiempo, su mirada poética. ¿Quienes mediamos lecturas literarias tenemos herramientas suficientes para ser también mediadores amorosos de lecturas científicas?

La vocación, sea cual fuere, se afianzará luego en un campo determinado —o varios— y se desarrollará en las casas de estudio, profesorados, facultades, maestrías, en donde se hará específica y profunda, lo que resignificará todo el saber acumulado. Sería deseable que los y las estudiantes se llenaran de “¡Ahhhhs!” y “¡Ohhhhs!”, que recuperaran el estado de ansiedad curiosa de la infancia. Sería deseable que saltaran de especialización en especialización, para poder alimentar esa curiosidad.

En el terreno de lo laboral la especificidad es aún mayor puesto que, ya sea que se vuelquen a la industria, a la salud, a la investigación o a la enseñanza, las personas del mundo científico —social, natural o exacto— egresan de la academia con un vocabulario, una mirada y una experiencia cada vez más específica. Aquí es donde ya no significan lo mismo “biología molecular” y “química biológica”, “arquitectura informática” y “programación de software”, “enunciación” y “polifonía del discurso”.

4. Entre paréntesis: las tecnologías y su consumo

Un objeto tecnológico es el que resulta de aplicar conocimientos técnicos ordenados científicamente. En ocasiones primero apareció el objeto y luego la ciencia que estudia su aplicación, tal el caso de la rueda y la Física, que surgió siglos después. Pero en la actualidad es más frecuente que primero contemos con el diseño teórico y luego con el objeto en sí.

A la base científica teórica que hace posible el objeto, se le suma un ingrediente que también tiene que ver con nuestra apreciación del mundo: el diseño. Queremos que el objeto sea útil, sea eficiente y también, que sea bello.

Esto expone claramente que, además de una búsqueda científica hay, en el progreso de la tecnología, una búsqueda estética. ¿Por qué? Quizá, porque los inventores y los consumidores de esa tecnología nos sentimos naturalmente atraídos por los objetos bellos.

El gusto por la ingeniería, la arquitectura y el diseño, es decir, por los saberes cuyo objetivo final es la invención y construcción de objetos, está relacionado tanto con el gusto por las ciencias que les dan base, como con la búsqueda de la belleza. También podría aplicarse esto a la gastronomía, una disciplina que tiene muchísimo que ver con la química y sus avances, que resulta transversal a muchas áreas de la ciencia y que, al mismo tiempo, suele caracterizarse como un arte.

La ciencia y la tecnología son fruto de la observación y de la experimentación, del error y del acierto, del leer y del escribir. Se entrelazan en la necesidad de resolver problemas. La ciencia elabora la hipótesis, la tecnología toma esas ideas y, utilizando el ingenio, crea un objeto material o virtual, que modifica el entorno y aporta una solución.

La gran figura que aparece como ícono de estas búsquedas multidisciplinarias es Leonardo Da Vinci. Él era científico, inventor, artista, en una época histórica en la cual todo estaba por explorar, todo estaba aún sin acorralar, sin segmentar. Pensemos por un segundo desde sus zapatos y podremos, también, calzarnos los zapatos de cualquier niña, de cualquier niño: el mundo entero está ahí afuera, ¿qué mejor que explorarlo, experimentarlo, vivirlo?

El mundo, para cada individuo, sería un terreno virgen si no fuera por la inmensidad de saberes que vamos transmitiéndole desde que nace. Sin duda alguna, de todo lo que enseñamos a nuestros hijos e hijas en sus primeros años de vida, el saber más definitorio es el lenguaje. Es gracias al lenguaje —del cuerpo primero y de la voz, luego— que se puede expresar, canalizar, desarrollar, cultivar, transmitir, esa curiosidad que nos ata a la vida y a lo vivo.

Hoy en día la entrada a la tecnología sucede, incluso, antes de dominar el lenguaje. ¿Qué consecuencias traerá, a la comprensión de la realidad, que las personas estén más familiarizadas con el manejo de una pantalla táctil que con el uso versátil de la lengua?

5. La ciencia es una cosa. La comunicación de los hechos científicos, ¿otra?

Hay un terreno, los hechos. Hay una necesidad, comprenderlos. Hay una herramienta, el lenguaje. Comprender los hechos y poder comunicarlos es un ingrediente clave del poder. Ese poder puede usarse para someter o para engrandecer a un otro —ya se trate de una persona, un grupo o una sociedad—. Hay muchísimas formas de ejercer ese poder que otorga el conocimiento y de cada una de ellas surgirá un modo de estructurarlo, un modo de darlo a conocer.

Mantener la comunicación de los hechos científicos alejada del saber cotidiano no hace más que alimentar la visión de que es un campo de estudio para unos pocos, cuando se hace notoria la necesidad colectiva de que haya más y más personas que comprendan no solo los usos de la ciencia y la tecnología sino también su lógica y su sentido.

La comunidad científica global nunca deja de generar conocimientos pues ese es su objetivo principal. Ese enorme caudal de informaciones que vienen de los distintos campos de investigación social, biológica y exacta, a veces hiperespecializada, otras veces interdisciplinaria, nos afectan cada día, incluso sin que lleguemos a notarlo. Hay desarrollo científico en el caramelo que estamos saboreando, en la serie que miramos en nuestros teléfonos y en el modo de enseñar que la escuela ofrece. Si somos concientes de que el modelo de la sociedad en la que vivimos es producto de una mirada científica, se hace claro que tenemos derecho a saber qué están investigando quienes se dedican a la ciencia pues nos afecta directamente. Es un derecho y también una responsabilidad.

La comunicación o divulgación de las ciencias puede definirse como el conjunto de acciones que hacen accesible el conocimiento desarrollado en todas las áreas del saber por las personas que trabajan en ciencias, de modo tal que cualquiera pueda comprenderlo.

El objetivo es acercar esa mirada particular del mundo para que toda la sociedad la conozca y pueda contar con la ciencia como otra herramienta de expresión y de resolución de problemas cotidianos. Para eso es necesario comunicar no solo teorías comprobadas, hechos socialmente aceptados y su explicación, sino también hablar de la tarea cotidiana de quienes construyen el saber científico, de sus preguntas y sus ideas, de su trabajo de cada día y de cómo este incide en la sociedad.

Dar a conocer ambas dimensiones de la ciencia —la de la teoría científica y la del quehacer de las y los científicos— permite comprenderla como un hecho social que está transcurriendo al mismo tiempo que la vida misma. En palabras del reconocido filósofo de la ciencia Adam Chalmers, “la producción del conocimiento científico tiene lugar siempre dentro de un contexto social en el que esta finalidad se interrelaciona con otras prácticas que persiguen objetivos distintos, tales como los propósitos personales o profesionales de los científicos, las finalidades económicas de las instituciones que proporcionan fondos, los intereses ideológicos de diferentes grupos religiosos o políticos, etc” (2002: 232).

Si se educara a niñas, niños y jóvenes en estos supuestos, si se los formara como lectores capaces de mirar la realidad desde diferentes enfoques, probablemente cambiaría —y cambiaríamos— la visión social de las personas que eligen la investigación científica como medio de vida y la percepción de la ciencia en general. Sería muy provechoso dejar atrás el estereotipo del científico varón de mediana edad, solitario y alejado del mundo, para dar paso a un modelo más representativo de cómo se trabaja en ciencia hoy: hombres y mujeres de edades variadas construyendo conocimiento en equipo, dentro de estructuras sociales de desarrollo e investigación, algunas estatales y otras privadas, con la idea siempre necesaria de revolucionar el mundo y de seguir alimentando esa cualidad innata que nos hace crecer individual y colectivamente: nuestra maravillosa curiosidad.

Textos con los que dialogué para escribir este artículo (bibliografía informal):

  • Chalmers, Adam F. (2002)¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, Buenos Aires, Siglo XXI Editores.
  • Charpak, G, Léna, P. y Quéré, Y. (2006) Los niños y la ciencia, Buenos Aires, Siglo XXI Editores.
  • Ducrot, O. (2001) El decir y lo dicho. Polifonía de la enunciación. Buenos Aires, Paidós.
  • Furman, Melina (2016) Educar mentes curiosas: la formación del pensamiento científico y tecnológico en la infancia, Buenos Aires, Santillana.
  • Garralón, Ana (2013) Leer y saber. Los libros informativos para niños, Tarambana Libros.
  • Levertov, Denise (1985) “Sobre la forma orgánica”. En https://edoc.site/sobre-la-forma-organica-denise-levertov-pdf-free.html
  • López, María Emilia (2018) “Alimentar la capacidad metafórica. Primera infancia y derechos culturales”. Enhttps://linternasybosques.wordpress.com/2018/07/09/alimentar-la-capacidad-metaforica-primera-infancia-y-derechos-culturales-por-maria-emilia-lopez/
  • Pujalte, A. (2014) “Las imágenes inadecuadas de ciencia y de científico como foco de la naturaleza de la ciencia: estado del arte y cuestiones pendientes” Ciência & Educação, Bauru, v. 20, n°3, p. 535-548. En http://www.scielo.br/scielo.php?script=sci_abstract&pid=S1516-73132014000300535&lng=en&tlng=es

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