Ponencias

IV Coloquio Argentino de Estudios sobre el Libro y la Edición (CAELE) Simposio 11. Mediaciones editoriales. Escrituras, procesos, objetos

Paula Bombara[1]
Universidad de Buenos Aires[2]
paulabombara@gmail.com

Los libros “de entrada” al conocimiento de las ciencias, ¿necesariamente se dirigen a lxs niñxs?

Resumen[3]: Cuando leemos la frase “para primeros lectores” en la contratapa o en la recomendación de un libro literario, damos por indiscutible su significado. Suponemos que refiere a quienes están aprendiendo a leer, a quienes aún “se pierden” en la comprensión de las oraciones gramaticalmente complejas. En nuestro imaginario, los “primeros lectores” son personas de corta edad, en sus primeros años escolares, y los libros que presuponemos para ellos, abundan en ilustraciones y frases simples. Pero esta frase, ¿significa lo mismo en cualquier género discursivo? ¿Ser un “primer lector” de literatura es lo mismo que ser un “primer lector” de comunicación científica? ¿El proceso de comprensión lectora es equivalente a la hora de interpretar una metáfora poética y cuando pensamos un concepto sobre la naturaleza del sonido?

Siguiendo lo propuesto por Tosi, entendemos que en los libros de comunicación científica para primeros lectores, la escritura concebida como conversación y centrada en el lector no solo hace más sencilla la explicación sino que la facilita, en la medida en que los conceptos se presentan contextualizados y así el aprendizaje podría volverse realmente significativo (Tosi, 2016).

En este trabajo exploraremos si necesariamente estos “primeros lectores” son personas de corta edad. En términos lingüísticos, el sentido de “primer” podría hacer alusión a su conocimiento en un campo y permitiría tipificar a quien se inicia en el camino del aprendizaje de un campo de conocimiento ajeno como un primer lector, más allá de la edad que tenga. La hipótesis es que, de lograr clasificar de un modo nuevo el concepto “primer lector”, avanzaremos en la deconstrucción del estereotipo, despojándolo de prejuicios etarios, lo que facilitaría el acceso al conocimiento de la mirada científica y su transmisión a cualquier edad.

Palabras clave: lectura; géneros editoriales; primer lector; comunicación científica; estereotipos

Introducción: Mostrar los amarres

Quiero comenzar con una idea de Fernando García Ramírez que leí en el prólogo de un libro al que siempre vuelvo: Leer, de Gabriel Zaid. En dicho prólogo, García Ramírez propone que “se lee para ensayar nuevas y variadas posibilidades del ser, para soltar amarras, para liberarse del yugo que oprime: la confusión”.

Confieso que para mí la confusión es un motor, no una opresión. Andar levemente confundida, sutilmente desorientada, es propio de vivir entre preguntas, creo (aunque tal vez me diga eso para sentirme libre de seguir habitando este estado tan disfrutable). El futuro del planeta no es viable sin abejas. ¿Lo sería sin confusiones que nos llevan a replantearnos los problemas, a abrir nuevas conversaciones, a avanzar hasta aclarar el origen de la desorientación? Hacer lugar a esas confusiones que muchas veces terminan en rostros sonrojados o carcajadas amplia la capacidad de reflexión y también el universo de la experimentación. Ser conscientes de que siempre está la posibilidad de que nos pique una abeja –o una confusión– hace que seamos sensibles a las distintas miradas sobre un mismo problema. Nos permite inventar resoluciones, lanzar hipótesis, tratar de expresar aquello que nos confunde de múltiples formas, aguzar nuestra capacidad de asociación libre. Las infancias propagan livianamente tantas confusiones como certezas y quizá sea esa capacidad lúdica para aprender del error, para aclarar el malentendido, la llave para sostenerse y sobrevivir al duro mundo que les ofrecemos las personas adultas. Ahí donde una confusión, una incertidumbre, ya no se soporta, se busca el modo de resolverla. Mientras sea soportable su zumbido, ahí queda la confusión-abeja, danzando a la par de los y las niñas que la transforman, la giran, la revierten, en pensamientos nuevos, deliciosos.

Resolver confusiones es una de las tareas de quienes nos dedicamos a la comunicación científica y también, generar nuevas preguntas. De lo que se trata es, en realidad, de lograr un equilibrio que sostenga la curiosidad encendida, que retenga a las abejas en vuelo. Lo que aparece como indispensable a la hora de crear un libro de entrada al conocimiento científico, es lograr una base conceptual clara y precisa que le permita a quien lee sentir la seguridad suficiente para “soltar amarras” y pasar, de ese primer libro, a otro y a otro más.

En lo personal, creo que las clasificaciones etáreas en los catálogos literarios aportan claridad en varios sentidos, pero también un elemento de confusión interesante a la hora de investigar el campo: desde el punto de vista de los y las lectoras e intermediarias, la clasificación de los libros por edades puede resultar restrictivo innecesariamente.  Como María Teresa Andruetto pienso que “los libros no son solo puentes entre personas, sino también entre las condiciones de humanidad de una cultura y las formas estéticas que a partir de ellas se generan” (Andruetto, 2014: 27). Dicho de otro modo, las edades son relativas: los diez años de una niña que recibe atención y ternura desde su nacimiento no son comparables con los diez años de una niña cuyos derechos han sido sistemáticamente vulnerados, aunque las dos sean compañeras de grado.

La reflexión que propongo en este trabajo es desmenuzar el concepto “primeros lectores” cuando se aplica a lecturas de contenido científico. Para eso, comienzo retomando someramente la definición de “primer lector” y las distintas acepciones posibles de “primer” y de “lector”. Luego vuelvo a la pregunta acerca de qué es la “comunicación científica”, según el enfoque que estamos desarrollando con Carolina Tosi en nuestro proyecto de investigación. En un tercer momento me detengo a valorar el aporte de las imágenes en los libros de comunicación científica. Y, finalmente, en este soltar amarras que intenta resolver algunas confusiones sin anudarlas del todo a las certezas, me asomo a la tarea de deconstrucción colectiva del preconcepto contenido en la expresión “primer lector” visibilizando algunos de los efectos negativos de los estereotipos que se van presentando en nuestro camino lector. Como conclusión, planteo algunas cuestiones que seguiremos investigando.

Los primeros lectores

Cuando se usa esa expresión en el libro El lector literario, de Pedro Cerrillo, refiere a

“lectores de hasta seis años de edad, aproximadamente, incluyendo, por lo tanto, niños que aún no saben leer, niños que están en proceso de hacerlo y niños que acaban de aprender a leer, pero que aun necesitan una cierta mediación del adulto, pero cuyas características de lenguaje son muy diferentes entre sí”

(Cerrillo, 2016: 52)

De más está decir que Cerrillo la presenta como una expresión orientadora de lecturas, no rígida y, menos que menos, escrita para tomar al pie de la letra. Está dirigida a personas mediadoras, adultas, para que sea interpretada de modo flexible, ya que cada comunidad lectora, cada persona que lee, es diferente. Sin embargo, la experiencia me ha mostrado que este tipo de sectorización bibliográfica es marcadora de límites también para los y las destinatarias infantiles y jóvenes, quienes muchas veces rechazan leer algo que está recomendado para edades y/o etapas que consideran superadas.

Más allá de la definición de Cerrillo y los alcances lectores que detalla, una de las cuestiones que me interesa focalizar es que la palabra “primer” refiere a un orden de crecimiento etáreo y, simultáneamente, de adquisición de habilidades de lecto-escritura.

Hay otros criterios de clasificación de libros literarios que se encuentran en los catálogos de literatura destinada a niños y jóvenes, que resulta pertinente traer a este análisis. Son aquellos que se apartan de las etapas de desarrollo biológico sin dejar de lado la capacitación lectora, como etiquetar los libros según la complejidad sintáctica del contenido, según la cantidad de palabras “nuevas” que aparecen según el vocabulario promedio que poseen los y las lectoras, según las temáticas que se abordan, entre otros (Soriano, 2001: 171). Estos criterios resultan más inclusivos pues se adaptan a poblaciones que se alfabetizan más tarde en la vida o que avanzan más lento en la adquisición de habilidades lectoras y de comprensión de textos.

En el caso que nos convoca, la comunicación de las ciencias, ese “primer lector” puede pensarse de modo diferente pues, además de la destreza en la lectura comprensiva de un texto, resulta importante el grado de acercamiento, la familiaridad e, incluso, el entusiasmo respecto a la disciplina científica que un texto de esta naturaleza aborda.

Ya pasaron varias décadas desde que Graciela Montes, para seguir citando referentes del campo de las materialidades enunciativas dedicadas a las infancias, afirmó que “lo que se lee no cae en el vacío sino en el espacio personal [de cada quien], en su universo de significaciones” (Montes, 2006: 10). Entre quienes nos dedicamos a la comunicación científica –e investigamos la especificidad de este género aún no estabilizado– no pasa inadvertido el peso de los prejuicios presentes en la población adulta respecto al saber científico y a cómo transmitirlo. Aún entre quienes nos hemos formado en el campo de las ciencias se presentan dificultades tanto a la hora de desnaturalizar y cuestionar los estereotipos, como al momento de seleccionar lecturas adecuadas para capacitarnos en nuevas áreas de conocimientos.

Tomar en cuenta los contextos en los que se realizan las lecturas de comunicación científica implica asumir un perspectiva sociocultural del proceso de lectura. Como cualquier otro, estos libros pertenecen a lo que denominamos “cultura” y, por lo tanto,   están sujetos a las relaciones entre las condiciones en las que fueron producidos y las condiciones en las que fueron recepcionados (por dar un ejemplo de lo cambiante que es esta relación, no es lo mismo leer un texto que transmita conocimientos sobre inteligencia artificial hoy que haberlo leído hace cinco años). Las obras, siguiendo a Chartier, “están cargadas de significaciones diferentes y cambiantes que se construyen en el marco del encuentro de una propuesta y una recepción” (Chartier, 2005: 21).

La pregunta que estoy rodeando al pensar los párrafos anteriores es ¿por qué nos cuesta asumirnos primeros lectores, primeras lectoras, ante ciertos conocimientos de los cuales solo tenemos saberes procedentes de los medios masivos de comunicación? ¿por qué se siente cierta vergüenza o pudor al decir que no sabemos de tal o cual cosa? ¿ser profesionales en un campo, nos habilita a opinar sobre otro que presuponemos “parecido”? ¿por qué la población adulta persiste en sostener un modelo de saber enciclopédico –y en exigirse tener una opinión formada sobre todos los temas– en una actualidad que nos convoca a ubicarnos en otro paradigma?

Tal vez un camino posible para seguir pensando sea repasar, repensar, qué es un lector, una lectora. El mismo Chartier propone que cada quien lee de modo diferente (Chartier, 2005: 25). Lo mismo sostienen gran cantidad de especialistas que provienen del campo de la literatura destinada a niños, niñas y jóvenes, como Pedro Cerrillo, Graciela Montes y María Teresa Andruetto, entre otros y otras. En el mismo sentido, De Certeau afirma que

“el texto sólo tiene significación por sus lectores; cambia con ellos; se ordena según códigos de percepción que se le escapan. Sólo se vuelve texto en su relación con la exterioridad del lector, mediante un juego de implicaciones y de astucias entre dos tipos de “espera” combinados: el que organiza un espacio legible (una literalidad), y el que organiza un camino necesario hacia la efectuación de la obra (una lectura)”.

(De Certeau, 2000: 183)[4]

Y Eco agrega que “prever el correspondiente Lector Modelo no significa sólo “esperar” que éste exista, sino también mover el texto para construirlo. Un texto no sólo se apoya sobre una competencia: también contribuye a producirla” (Eco, 1987).

La lectura percibida como una actividad cultural más entre otras que efectúa activamente quien lee lleva a pensar en que los libros “de entrada” al conocimiento de un campo científico pueden ser tanto transmisores de conceptos nuevos como recategorizadores, reordenadores, resignificadores de conceptos escuchados, conocidos, comentados, en otros ámbitos por los que circula una persona que lee (sin importar la edad que tenga).

“Si queda claro en todo momento el protagonismo del lector, su estatuto de lector, su independencia, su capacidad (creciente) de construir sentido, su tendencia a pensar con la propia cabeza, y si, al mismo tiempo, se habilita del mejor modo posible su práctica, es casi seguro que tendrán lugar muchas y trascendentales transformaciones. No sólo en los niños. También, sin la menor duda, en los adultos que los acompañan, que posiblemente hayan sido entrenados para callar sus lecturas y aceptar las oficiales. Tenderán a volverse, también ellos –los adultos–, más lectores, a no dar tan por sentado el mundo, a sorprenderse”

(Graciela Montes, 2006: 12)

La sorpresa: esa hermana risueña de la curiosidad y de la incertidumbre.

La comunicación de las ciencias: un género en construcción

El acceso a los saberes científicos y tecnológicos es un derecho presente tanto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 27) como en la Convención por los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes (artículo 17). Encontrar la mejor manera de transmitir estos conocimientos es, entonces, una responsabilidad que la comunidad científica y la comunidad de la industria editorial debemos asumir.

Hace tiempo que quienes provenimos del campo de las ciencias y elegimos dedicarnos a la comunicación pública de la misma cuestionamos el uso del verbo “divulgar”. Sostenemos que continuar utilizando ese verbo no ayuda a pensar el acceso a la ciencia como un derecho y tampoco aporta a la hora de reconocer el quehacer de los y las científicas como un trabajo más entre todos los que existen en la sociedad. “Comunicar”, en cambio, implica una disposición al intercambio de ideas y al debate, instancias ambas que apuntan a formarnos tanto en lo personal como en lo social.

Para diferenciar los artículos científicos que circulan entre colegas de la comunicación pública de las ciencias, Guiomar Ciapuscio señala que el objetivo de la producción científica escrita es informar, compartir, criticar y evaluar los trabajos y los resultados de las investigaciones entre pares; y que es menester que exista un tercero (que puede ser científico o un periodista especializado) que informe al resto de los grupos sociales y los persuada sobre la importancia y utilidad de la ciencia. (Ciapuscio, 1997, 21). En esta distinción que ella realiza queda evidenciada la importancia que tiene la escritura y el lenguaje que se utilicen para transmitir estos saberes.

Desde la lingüística se puede afirmar que el discurso científico que comparten quienes se dedican a la investigación científica se caracteriza por su especialización: analizándolo desde el dialogismo de Bajtín y la teoría de enunciación polifónica de Ducrot, García Negroni evidencia que el ethos académico –que, en general, caracteriza como objetivo, riguroso, actualizado– varía según el campo de estudio. Sin embargo, más allá de las particularidades, la presencia de marcas de subjetividad en todas las disciplinas que ella analiza (historia, lingüística, geología y medicina) es una señal de “que el locutor-autor puede posicionarse en relación con la tradición científica en la que busca inscribir su investigación y promocionar, en concomitancia, el valor de su trabajo” (García Negroni, 2008, 28).

Otra es la configuración que se observa en los discursos de comunicación pública de las ciencias, en los cuales el comunicador “contribuye a mostrar una imagen de la ciencia en diálogo con el saber popular” (Tosi, 2015: 141) en la cual se muestra “un ethos [comunicador] poseedor del saber pero que se exhibe atento al destinatario, es decir que si bien transmite conocimientos no se estanca en esa función, sino que se ocupa especialmente de facilitar la comprensión del texto” (Tosi, 2016: 116).

Cuando se trata de construir un libro de comunicación de las ciencias, lo relevante es trabajar sobre el discurso científico para lograr que la transmisión del saber resulte rigurosa, sí, pero, fundamentalmente, clara y comprensible para quienes no se dedican ni a esa disciplina en particular ni a la ciencia en general. También, considerar que no se trata de hacer una “traducción”, ya que en este trabajo con el lenguaje hay que considerar la pasión de quienes realizan las labores científicas, por un lado, y los saberes no formales de los y las destinatarias, por el otro. Del análisis autoral y editorial de esos factores surgirán los recursos –literarios, visuales, digitales– que apoyarán la transmisión del conocimiento.

 Lo que diferencia un libro de comunicación de las ciencias de otros libros del campo no ficcional es, en primer término, ese trabajo sobre el lenguaje que el autor científico realiza. A la hora de analizarlos, resulta fundamental observar cómo se ha elaborado la configuración del ethos comunicador, cómo se presenta.

Otra distinción pertinente es preguntarse dónde se encuentra el foco del interés del libro que se analiza ¿en el conocimiento que se transmite o en la experiencia personal de quien escribe? Si la importancia del material está centrada en el conocimiento, seguramente estaremos ante un libro de comunicación científica.

La tercera particularidad presente en estos libros es la presencia de un paratexto editorial que pone en relieve la pertenencia de quien escribe a la comunidad científica y deja en claro los motivos por los que esa persona, y no otra, es la indicada para abordar y desarrollar la materialidad discursiva en cuestión.

Siguiendo lo propuesto por Tosi, entendemos que en esta clase de libros la escritura concebida como conversación y centrada en el lector no solo hace más sencilla la explicación sino que la facilita, en la medida en que los conceptos se presentan contextualizados, jerarquizando al lector, y la ciencia se presenta de modo no convencional, herramientas ambas que pueden volver el aprendizaje realmente significativo (Tosi, 2016: 113).

Respecto a la expresión presente en el subtítulo, “género en construcción”, refiere a que el de la comunicación de las ciencias es un género editorial aún inestable, que se está definiendo tanto en “la decisión editorial o el trabajo del taller” (Chartier, 1993, 46), como en la situación de comunicación y circulación de las materialidades producidas. En síntesis, “los géneros editoriales, entonces, se modelan a partir de la memoria interna de los textos y de las prácticas de lectura desplegadas en torno a ellos” (Tosi, 2021). Dentro del género de la comunicación de las ciencias, tal como lo estamos desarrollando, reconocemos libros “de entrada” a un campo de conocimiento en particular y libros “para seguir investigando”, poseedores de recursos textuales, visuales, digitales que dan por sabidos conceptos básicos. Alrededor de los libros de comunicación pública de las ciencias gravitan materialidades discursivas que denominamos “inclasificables”, en las cuales conviven y dialogan virtuosamente la ficción con la no ficción (Bombara y Tosi, 2021).

La importancia de la imagen en los libros “de entrada” al saber científico

Desde el punto de vista editorial, al pensar un libro de comunicación científica para primeros lectores, hay una decisión tomada incluso antes de plantear el índice de contenidos: tendrá imágenes. Desde que la ciencia es ciencia, en las libretas de notas de  científicos y científicas también hay dibujos, esquemas, bocetos, flores y hojas desecadas, perfiles de paisajes, gráficos. La imagen aparece no como auxiliar o ilustrativa únicamente, también presenta información no escrita, expone un modo-otro de comprender complementario que la posiciona como una gran compañera a la hora de comunicar públicamente conocimientos científicos.

¿Qué es lo que se representa mejor con imágenes? ¿Qué aspecto de los contenidos que se desean transmitir puede ser vehiculizado de mejor manera a través de una o varias imágenes? ¿Con cuál imagen se logrará una comprensión más profunda y acabada de una idea? ¿Quiénes son las personas indicadas para desarrollar la conversación ineludible que existirá entre imágenes y textos?

En algunas ocasiones la decisión sobre qué mostrar con imágenes es propia de quien escribe pero, por lo general, se trata de elecciones consensuadas con el equipo editorial. Lo más frecuente es que se elaboren los textos primero y luego, se envíen a ilustrar, práctica que dificulta el diálogo siempre enriquecedor entre los y las autoras de los textos y de las imágenes.

Dice Daniel Roldán que toda ilustración es una interpretación. “Existe entonces una horizontalidad entre el texto y la ilustración”, donde ambos lenguajes están observando el tema, subordinados a él. Sostiene que la imagen conecta, interpela, persuade, describe, actualiza, sintetiza, aporta identidad a la materialidad discursiva, entre otras funciones. (Roldán, 2019: 22, 23). Sobradas razones para convocar a los y las autoras de las imágenes y a los y las diseñadoras a pensar los libros de comunicación científica desde que el texto es un borrador.

A la vez resulta pertinente no perder de vista que cuando la imagen es declaradamente infantil, aunque el texto no presente señales de que está pensado para un primer lector de corta edad, las personas intermediarias tenderán a circular ese libro únicamente entre personas de corta edad. Lo mismo se observa si la imagen no es considerada “apta para niños”: ese texto no circulará por las infancias aunque no presente obstáculos de lectura.

Al repensar y resignificar el concepto “primer lector”, la cuestión de la imagen y las diferentes propuestas estéticas utilizadas en estos libros ponen de manifiesto la importancia que tiene el impacto que provocan en los públicos intermediarios y destinatarios. De lo que se trata, a nuestro entender, es de pensar el producto final del modo más inclusivo posible: que mantenga la atracción entre las infancias sin generar efectos inhibitorios en quienes se están iniciando en la lectura siendo mayores.

El impacto negativo de los estereotipos en la adquisición de nuevos saberes

Pontifs, clichés, idées reçues y estereotipos son los términos que usamos para denominar aquello que se repite en las materialidades discursivas de los ámbitos sociales. Aunque estos términos se originaron durante el siglo XIX, el concepto del estereotipo como fórmula cristalizada comenzó a utilizarse un siglo atrás, en 1922, cuando el publicista Walter Lippman lo definió como indispensable para la vida en sociedad (Ammosy, 2015: 31). Él afirmaba que en el vértigo de la vida, tal y como la vivimos, no hay tiempo para examinar las particularidades de cada ser, de cada objeto; por eso, aquellas características que se repiten son las que tomamos para categorizarnos  y tomar decisiones. Dicho de otro modo, “necesitamos relacionar aquello que vemos a modelos preexistentes para poder comprender el mundo, realizar previsiones y regular nuestras conductas” (Ammosy, 2015: 33).

Uno de los problemas respecto al uso generalizado de los estereotipos –que fue advertido por las ciencias sociales– es que si las personas que son estereotipadas interiorizan dicho estereotipo, se adecúan a él y lo activan en su propio comportamiento (Ammosy, 2015: 43). Otra cuestión de interés es que, a la vez, los estereotipos refuerzan la cohesión del grupo, favoreciendo la integración social del individuo con su comunidad, asumiéndose como una dimensión de la identidad colectiva (Ammosy, 2015: 49). De lo dicho se desprende que la estereotipia nos da herramientas positivas en lo que refiere a los procesos de cognición y, al mismo tiempo, pone en tensión a los distintos grupos sociales por ser “grosera, brutal, rígida” (Ammosy, 2015: 55).

Entre los y las investigadoras y la sociedad-toda se abre un lugar que está habitado desde siempre por los estereotipos. Es ahí donde anhelan llegar los y las científicas que se dedican a la comunicación pública de la ciencia. Al lugar de la interpretación previa a la cosa, donde se imprimen las huellas, allí donde radica lo inatrapable. En el decir de Ammosy, los estereotipos “se encuentran en la base de la interacción social y de la comunicación” (Ammosy, 2015: 124). También ahí es donde intentan actuar quienes se dedican a comunicar la ciencia, desarmando ideas previas y prejuicios, y ofreciendo la posibilidad de encontrarse en una situación de comunicación resignificada.

Para desinhibir el acceso a estos materiales los prejuicios a desnaturalizar (y los estereotipos asociados) son múltiples. Por un lado, el de las personas que, aunque desconocen completamente los conceptos que tratan los libros para “primeros lectores”, no se sienten destinatarias de esas lecturas por ser adultas y, por lo tanto, las desestiman. El riesgo es que, al recurrir a lecturas científicas que dan por sabidos conceptos básicos, esas mismas personas no se sientan interpeladas y abandonen la búsqueda, apaguen su curiosidad, y perpetúen el cliché “la ciencia no es para mí” o, peor aún, “la ciencia es para pocos”.

Otro prejuicio relacionado es el de creer que la comunidad científica continúa escribiendo “en difícil” desde un pedestal que la eleva y distingue del resto de la sociedad trabajadora. La lectura de un libro “de entrada” al conocimiento científico desactiva este prejuicio mientras la experiencia lectora se está llevando a cabo.

Un tercer prejuicio tiene que ver con creer que quienes escribimos pensando en “primeros lectores” somos infantiles y producimos materiales que no aportan conocimientos nuevos para quienes ya llevan varias décadas leyendo. Otro, relacionado con el anterior, es pensar que si el libro está lleno de recursos visuales llamativos, aunque la calidad del texto sea mediocre, funcionará en el público destinatario (la subestimación a la capacidad lectora de las infancias).

¿Cómo proceder ante estos u otros prejuicios inhibitorios de la lectura?

A nuestro entender, en primer lugar, es deseable que, desde la academia y desde los circuitos editoriales, se investiguen las materialidades discursivas dirigidas a este segmento de la comunidad lectora. Al entrar en tema, más pronto que tarde se advierte que producir un libro de comunicación pública de las ciencias de alta calidad que atraiga a “primeros lectores” y los y las sostenga en la lectura demanda un trabajo intenso con el lenguaje que va más allá de informar y difundir conceptos científicos. La investigación seguramente derivará en una valoración diferente y, por lo tanto, en una exigencia en la calidad textual a la hora de evaluar proyectos editoriales futuros y/o hacerlos circular.

Otra herramienta para avanzar en el desarme de estos estereotipos es comenzar “por casa”: reconocer que todas las personas somos primeras lectoras en varios campos de conocimientos y consumir estos materiales para apreciar su efecto y difundirlos desde la experiencia propia.

Estas dos propuestas no tienen nada de original, vienen planteándose hace años. Vale traerlas una vez más a la discusión pues no saber no tiene nada de malo si se lo reconoce desde una postura proactiva: “de esto no sé y me interesaría saber, ¿por dónde empiezo?” Para entrar en un campo de saber científico, lo más atractivo es empezar por el principio, para que al seguir investigando, el aumento en la complejidad del contenido no sea causal de abandono y desinterés.

A modo de conclusión

En este trabajo hemos resignificado la expresión “primer lector” para adecuarla a los libros de comunicación pública de las ciencias, también hemos destacado la convivencia virtuosa entre este tipo de discursos y el mundo de las imágenes. Las ciencias y las artes están siempre en conversación y en los libros donde se transmiten saberes científicos esto queda de manifiesto con claridad. También hemos enumerado algunos de los  prejuicios y estereotipos que atentan contra la curiosidad lectora a cualquier edad y la necesidad de ir desarticulándolos para un mayor acercamiento de la comunidad científica a la sociedad-toda.

La perspectiva de que el abordaje teórico conceptual planteado por Tosi, que continúa aquí y en otros trabajos en preparación, sea tomado en consideración por los ámbitos de la enseñanza y la edición nos lleva a preguntarnos si se afectarían de modo sustancial los catálogos al cambiar la manera de definir el género de la comunicación científica. ¿Resultaría más atractivo para aquellas personas adultas que quieran iniciarse en lecturas de esta naturaleza? ¿Permitiría un intercambio de saberes menos verticalista entre docentes y estudiantes, si ambos poseen pocos conocimientos científicos acerca de un tema?

La profundización en el estudio de estos libros desde el enfoque polifónico argumentativo revela las tensiones entre la comunidad científica, las artes, el mercado y los circuitos escolares y extra escolares del saber científico tecnológico. Bienvenidas sean, pues de las interpelaciones y los debates están hechas las ciencias… y las artes.

Bibliografía

  • Ammosy, Ruth y Herschberg Pierrot, Anne, Estereotipos y clichés, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Eudeba, 2015, p.136.
  • Andruetto, María Teresa, La lectura, otra revolución, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, Colección Espacios para la lectura, 2014, p.192.
  • Bombara, Paula y Tosi, Carolina, “Libros informativos y comunicación científica destinada al público infantil”, XXI Jornadas La literatura y la escuela, Jitanjáfora, Mar del Plata, 2021. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=3nHwGAaEkMY
  • Cerrillo, Pedro, El lector literario, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, Colección Espacios para la lectura, 2016, p.215.
  • Ciapuscio, Guiomar, “Lingüística y divulgación de ciencia”, Quark: Ciencia, Medicina, Comunicación y Cultura, 7, 1997, p. 19-28.
  • Certeau, Michel de, La invención de lo cotidiano. I Artes de hacer, Ciudad de México, Universidad Iberoamericana, 2000, p.229.
  • Eco, Humberto, Lector in fabula, Barcelona, Lumen, 1987.
  • García Negroni, María Marta, “Subjetividad y discurso científico-académico. Acerca de algunas manifestaciones de la subjetividad en el artículo de investigación en español”. Signos, 41 nro. 66, 2008, p. 9-31.
  • Montes, Graciela, La gran ocasión: la escuela como sociedad de lectura, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, Plan Nacional de Lectura, 2006, p.32
  • Roldán, Daniel (compilador), Palabra de ilustrador, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Eudeba, 2019, p.160.
  • Soriano, Marc, La literatura para niños y jóvenes. Guía de exploración de sus grandes temas, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Ediciones Colihue, 2001, p.742.
  • Tosi, Carolina, “Mitos y certezas en el discurso de la divulgación científica para chicos. Un análisis sobre la posición ante la doxa y la reinterpretación de topoï”, en García Negroni (coord.), Sujeto(s), alteridad y polifonía. Acerca de la subjetividad en el lenguaje y en el discurso, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Ampersand y FfyL (UBA), 2015, p. 121-145.
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  • Zaid, Gabriel, Leer, primera edición, Barcelona, Océano Travesía, 2012, p.259.


[1] Paula Bombara es escritora, bioquímica y doctoranda en Lingüística por la Universidad de Buenos Aires. Como autora de narrativa y de comunicación científica especializada en infancias y juventudes, participa asiduamente como conferencista e investigadora en Congresos y Jornadas nacionales e internacionales sobre literatura y ciencias. Desde 2003 dirige la colección de comunicación científica para primeros lectores ¿Querés saber? de Eudeba. Sus obras han recibido numerosos reconocimientos en toda Iberoamérica.

[2] Este trabajo forma parte de los proyectos de investigación dirijidos por la Dra. Carolina Tosi. Proyecto PICT 2018-1830 “Configuraciones discursivas en géneros editoriales con destinatario infantil y juvenil” y Proyecto FILOCyT 19-047 “Discurso y políticas editoriales en géneros con destinatario infantil y juvenil” (FFyL, UBA).

[3] Este trabajo está escrito utilizando lenguaje inclusivo: en lugar de utilizar el plural en masculino, recurriré al desglose en “as/os”.

[4] Las comillas son del texto original.