Anécdotas, chistes, penas, reencuentros, conflictos familiares, cuentos. Es tesoro del abuelazgo ese de portar la memoria de lo que sucedió hace “mucho, mucho tiempo”. En las abuelas, en los abuelos, está la memoria familiar, esa que nos enlaza a las generaciones que ya no están y muchas veces contiene respuestas sobre nuestra identidad.
Me gusta pensar que la memoria es una sucesión de paisajes en los cuales, sea cual fuere la estación, lo que importa es el modo en que los transitamos. Paisajes que se van modificando con nuestro caminar, que crecen y que, como casi todo lo importante de nuestras vidas, se formaron en la infancia que nos tocó. Escribo “nos tocó” y me pregunto “¿nos tocó?” Y sí, como los nacimientos, las infancias no son elegidas. Son años fundamentales para todo lo que vendrá después, durante los cuales dependemos absolutamente de la población adulta. Así, las infancias están atravesadas por el modo en que lo político, lo cultural, lo imprevisto, lo ajeno impacta en lo familiar, dejando huellas profundas en sus identidades. Es en ese tiempo regulado por alguien más –que en el mejor de los casos cuida amorosamente–, que estos espacios propios, estos paisajes interiores, se generan. Los habrá áridos y frondosos, absurdos y lógicos, helados y fogosos. Los habrá verdes, amarillos, rojos, azules, armónicos, atonales, salados, dulces, los habrá de sangre y los habrá de humo, embriagantes, tóxicos, sanadores. Paisajes de tierra y de cemento, de metal y de agua, oscuros y soleados. Muchos espacios surcando cada pequeño cuerpo porque, en esta idea que propongo, la memoria no está localizada en un único lugar sino que, como la piel, nos cubre, nos protege, aislando y conectando en un mismo movimiento.
Es a partir de la memoria en acto, poniendo el cuerpo, al exponer esta piel intangible, que nos relacionamos en cada presente, que tomamos cada decisión futura. Es a partir de los movimientos del cuerpo y de la lengua, de dar a conocer nuestra voz –y ese otro modo de decir que es el silencio–, que nos mostramos frente a las y los demás. Es desde el lenguaje que esos paisajes pueden ser nombrados y compartidos, que la cultura puede ser transmitida, que la memoria individual se transforma en legado familiar, comunal, nacional, social. Los relatos, sean históricos, familiares, inventados, resultan puentes que vinculan interioridades de personas diferentes.
La lectura es una de las herramientas más efectivas para que cada sucesión de paisajes íntimos, particulares, sean parte de algo mayor, de recuerdos comunes, de una memoria colectiva. Encontrarnos a leer redunda en encontrarnos a conversar, y en la conversación se hallan los silencios que habilitan las preguntas sobre la identidad individual y sobre la identidad colectiva. Esta conversación que establecemos mientras leemos se puede dar en varios niveles: dialogamos con lo que nos provoca el relato, con el relato en sí mismo y con otras personas que han leído el mismo texto. Dice Michele Petit que, para crecer, las infancias necesitan escuchar historias que les brinden palabras, necesitan literatura[1]. La escucha de los y las niñas está siempre, voluntaria e involuntariamente; su estado es el de la observación curiosa por todo lo que hacemos y lo que dejamos de hacer. Esa curiosidad, que muchas veces las y los pone en riesgo es la que les da experiencias insustituibles con las cuales construyen sus propios paisajes, sus propios recuerdos.
Cuando tenemos la oportunidad de vincularnos, cuando esas miradas nos buscan para hacernos un lugarcito en sus espacios propios, ¿qué palabras les brindamos, qué vivencias? ¿Qué les podemos convidar a generaciones que dominan la complejidad de lo virtual y lo presencial como si la realidad siempre hubiera sido así? Frente a seres que crecen en una actualidad tan diferente, que observan, atienden y sienten de modos aparentemente tan distintos, ¿qué podemos transmitirles para que atesoren? Siendo una mujer que fue niña durante la dictadura, creo que el valor de vivir en una sociedad democrática tiene espíritu de fuego, de fueguito delicado a pasar de nuestras manos a las de ellas, a las de ellos. Presentarles la dimensión política del ser humano, la dimensión social, el valor de lograr un pensamiento colectivo, una acción comunal, no permitir que naturalicen una democracia que ya estaba cuando ellos y ellas llegaron al mundo. Contar lo difícil, lo incómodo, lo que aún nos quiebra la voz, lo que nos enciende, sin miedo a emocionar. No vaya a ser que, en el afán de protegerlas, dejemos de transmitir a las infancias que la violencia avanza cuando se suspende el fortalecimiento del diálogo, cuando no se respeta la pluralidad de voces de los pueblos.
Entonces, reuno las ideas que he desplegado hasta aquí: es preciso y precioso poblar los paisajes interiores de las chicas y los chicos con palabras que alienten a seguir fortaleciendo el sistema político y cultural que respeta sus derechos; es tesoro y necesidad que construyan puentes, escaleras, pasadizos, puertas, ventanas, galerías que les unan a las generaciones anteriores para que esta tarea sea más sencilla y disfrutable. Luego, cultivar lo construido para que crezca, para que se ensanche y agrande, para que sea flor y fruto, brasa y fogata. Palabras, relatos, que den materialidad a los sueños, que estimulen a convertirlos en planes factibles, que acompañen en tiempos de búsquedas y en tiempos de cosechas.
Tomo de Pierre Nora el concepto lieux de mémoire. Dice Pierre Nora que, hasta el siglo XX, la memoria era, o histórica, o literaria. Estas dos maneras legítimas de recordar sucedían en paralelo, sin entrecruzamientos. Afirma que desde entonces las fronteras se han esfumado, las relaciones entre presente y pasado han cambiado. Los lugares de memoria o lugares de recuerdo pueden ser sitios geográficos, monumentos, obras de arte, objetos, actos simbólicos, eventos culturales donde la vivencia particular se relaciona de manera consciente o inconsciente con el pasado o con la identidad colectiva de un pueblo o comunidad. Pueden ser fenómenos culturales materiales, sociales, mentales[2]. Un paisaje interior, el recuerdo de una experiencia intensa, puede constituirse, entonces, como lugar de memoria. La lectura de un texto desafiante, a solas o en grupo, que haya sido presentado como excepcional, como especial, como maravilloso, puede dar inicio a una experiencia de estas si se continúa con un encuentro, una conversación, una actividad que mueva y conmueva, que deje huella emocional en el cuerpo, que genere juego, música, danza, carrera, grito, salto, palabras nuevas, silencios profundos, abrazos, unión.
Como afirmé en otro escrito, quienes nacieron en democracia no tienen recuerdos propios de lo vivido en la última dictadura cívico militar de nuestro país, pero pueden generarlos si leen una o varias historias que expongan lo vivido en esos años. Y pueden hacerlos crecer si luego siguen conversando sobre lo experimentado en esa lectura, en esa escucha. Al caudal de imágenes y preguntas que la lectura genera se le agrega la conversación posterior, la puesta en común de las distintas interpretaciones. E incluso me atrevo a sugerir que es más rico si esta conversación posterior se realiza dejando un tiempo para que la experiencia se asiente, para que pueda ser observada como quien se aleja unos pasos para mirar con cierta distancia. Luego, poner en juego lo propio, habilitar la emoción, el porqué de haber compartido eso y no otra cosa. Cada quien tiene sus propios lugares de memoria y la circulación de anécdotas, reflexiones, incertidumbres, es muy probable que permita hilar nuevas preguntas, nuevas metáforas, nuevos pensamientos[3].
Lo que las Abuelas nos cuentan, nos contaron, nos contarán, será siempre aquello que sostenga, que dé estructura, que abrace las ideas renovadas, los proyectos creativos, las ampliaciones de derechos que el conjunto de la comunidad educativa comprometida con la Memoria, la Verdad y la Justicia viene realizando año a año, mes a mes, día a día desde que encendimos el fueguito de la democracia. El hoy nos encuentra con la responsabilidad de mantener las ventanas abiertas, los brazos dispuestos hacia las infancias en pos de fortalecerlas y alzarlas, protegerlas sin subvalorarlas, dándoles herramientas o ayudándoles a crearlas para que abran senderos más allá del que se les ofrece desde las culturas dominantes. Es una responsabilidad compartida que también es una alegría; es un trabajo mancomunado que también es agradecimiento; es una siembra donde cada quien aporta sus semillas desde donde esté, como pueda y cuando pueda. Lo maravilloso es que no hay tiempo preciso entre cultivo y cosecha. Entonces, un día cualquiera, sin previo aviso, en el aula, en el patio, en la calle, en el mar o la montaña, en medio de un viaje a pie, en auto, en tren, mientras miran pantallas, juegan con barro, andan en bicicleta, de pronto, nuestros ojos se encuentran con la mirada cómplice, con las manitos inquietas, con la sonrisa desdentada que con voz decidida, se suma y afirma, como si surgiera del aire mismo, que Nunca más es Nunca más.
[1] Petit, Michèle, “El arte de la lectura en tiempos de crisis”, Ciudad de México, Océano Travesía, 2009, p.123
[2] Nora, Pierre. “Entre memoria e historia: la problemática de los lugares”, Les lieux de mémoire; 1: La République, Paris, Gallimard, 1984, p. 49
[3] Bombara, Paula, 2020, “Del recuerdo intangible a la rememoración pública. El encuentro de autores, protagonistas y lectores como lugar de memoria” en Nanni, S. (coord), Memoria y derechos humanos: el desafío pedagógico. Miradas desde la sociología, la historia reciente y la literatura infantojuvenil, pp. 123-136, Roma, Ed. Nova Delphi Libri S.R.L., Studi letterari.