Ponencias

Esta Ponencia la escribí para leerla en la II Feria del Libro de Coronda, Santa Fe

Sábado 19 de agosto de 2023. Organización Caminos del Río

Formar lectores para robustecer la democracia

Comienzo con una cita:

“El jueves yo salía tempranito a pasear mi malvón por la vereda, como todos los jueves, cuando al abrir la puerta ¡zápate! ¿Qué es lo que ví? El zaguán bloqueado por una enorme montaña gris que no me dejaba pasar.
¿Qué hice? La empujé. Sí, empujé la montaña y conseguí sacarla a la vereda. Y allí vi, creyendo soñar, que la montaña era nada menos que un elefante. ¿Se dan cuenta? ¡Un elefante!”

Así comienza Dailan Kifki, de María Elena Walsh, la primera novela que leí sola, a los seis años. En realidad era una relectura, porque antes la había escuchado en la voz de mi madre, pero leerla sola, desafiada por la cantidad de páginas y los pocos dibujos, era una misión personal.

Ese año, después de esa novela siguieron otras, más cuentos, poesías, libros informativos, explicaciones científicas, libros de arte, pero no recuerdo el acto de leer con la nitidez con que recuerdo esa lectura.

Al leer, dice la escritora e investigadora norteamericana Siri Husvedt, se pone en juego el tiempo del cuerpo, el humano, el que transcurre entre respiración y respiración.

Al leer, dice la escritora e investigadora argentina Graciela Montes, nos retiramos, nos permitimos el desconcierto y la insubordinación, habilitamos una búsqueda de nuevos sentidos.

El filósofo y académico coreano-alemán Byung-Chul Han dice que a la civilización actual le falta, sobre todo, vida contemplativa. La vida sucede en un marco de hiperactividad que le quita a la sociedad, que nos quita a las personas, la capacidad de demorarnos y recrearnos.

Los tres, de un modo u otro, si continuamos leyéndolos, alertan sobre la importancia del pensamiento meditativo, ese que nos lleva a otro lugar, que nos traslada. Es en ese espacio interior, en ese sitio inasible que está en nosotras, en nosotros, donde radican las ideas que pueden suscitar lo nuevo, lo diferente, lo que nos permita avanzar sin pensar tanto en “lo correcto”, “lo redituable”, “lo conveniente”, escuchando lo propio, dando rienda suelta a lo que no es útil a nadie.

Un relato, un poema, un ensayo, la palabra escrita, es una conversación demorada. Eso pienso desde siempre y hace años encontré que no soy la única. Gabriel Zaid, en un libro que les recomiendo mucho llamado Leer, abunda en esta idea. Sumergirse en una lectura habilita varios diálogos convergentes: conmigo misma, con el autor y sus personajes, con las demás personas que están leyendo, con alguien a quien le recomendaré esa lectura en un futuro.

Permitirse releer aquello que nos toca, subrayarlo, escribirlo en otro lado, es parte de esa conversación que está siendo soporte de un tiempo creativo inesperado. Al darnos permiso para intervenir en la palabra escrita, al realizar operaciones sobre ella como subrayar, anotar preguntas, detenernos sobre la suerte de tal o cual personaje, alojar silencios necesarios, lo que estamos haciendo es generando un espacio para que lo imprevisto suceda, para apropiarnos de esa historia, de ese relato. Al decir “apropiarnos” me refiero a cargar de sentidos propios el contenido de esa lectura y alojarla en la memoria amorosamente.

Siempre me llamó la atención el gusto por revisitar historias en las infancias. Eso de “leí Harry Potter tres veces”, o “miré tal película o serie siete veces, diez veces, diecinueve veces”. Yo lo hacía, lo sigo haciendo. Lo hice con frecuencia hasta la adolescencia; hoy día, cada tanto, hay libros que sigo abriendo y releyendo en forma fragmentada. Me gusta volver a recorrer párrafos que sé que leí, revitalizar las imágenes, los diálogos, las emociones que me generaron, me asusta un poco cuando no recuerdo nada de nada. ¿Les ha pasado? ¿Alguna vez propusieron a sus estudiantes repetir la lectura del libro que más les haya gustado de todo el año en las últimas semanas de clases?

Cita:

“He olvidado muchas cosas en la vida; pero conservo algunas imágenes que se grabaron en mi memoria. Es de noche. La luz dibuja un rectángulo sobre el verde pavimento. Un insecto de color azul se arrastra sobre la superficie. La luz le arranca destellos multicolores. El insecto se detiene en el borde oscuro. Entonces choca con un dedo y retrocede. El dedo es mío. Me encuentro en un punto de la oscuridad. Lo único visible es mi dedo. Le corta el camino al insecto. Una y otra vez”.

Así comienza El túnel de cristal, una novela juvenil que leí apenas salida de la adolescencia, de una autora que admiro muchísimo por su prosa despojada y la potencia de sus escenas. Se llama María Gripe, nació y vivió en Suecia, falleció en 2007. Ella defendía la complejidad del pensamiento de niñas y niños, decía que comprendían tanto ideas como relaciones, por complicadas que fueran. Yo pienso lo mismo: durante nuestros primeros años en el mundo tenemos un poderoso sentido común y una curiosidad cuyos límites aparecen con la mirada censuradora del adulto. Si les damos alas, si las incentivamos, nuestras infancias vuelan y nos llevan con ellas. ¿No les ha sorprendido alguna vez la sensatez de algunas niñas, algunos niños? ¿Su sentido de justicia, su sensibilidad ante el dolor, ante el hambre, ante el miedo de un par?

En esta novela de María Gripe, publicada por primera vez en 1969, un joven decide irse de su casa sin avisarle a nadie. Tiene sus motivos, nos enteramos de ellos en esta especie de diario que es la novela. Cada tanto la releo. Me encanta y me encantaría haberla escrito (así de tanto, me gusta). En una parte dice que escribir es como jugar al gato y al ratón:

 “Se coge y se suelta la presa. Se escribe de algo que se quiere y no se quiere recordar, que se quiere y no se quiere olvidar. Uno acecha, se acerca sigiloso, atrapa al personaje y lo deja. Parece que uno ha renunciado al juego, pero pronto vuelve a él.”

En alguna de las lecturas que hice en el pasado dejé anotada una pregunta: “¿el escritor es el gato o es el ratón?”

Porque pensemos la secuencia si el ratón fuera la persona que escribe y el gato, el deseo, la escritura. Somos sostenidos y soltados por el deseo de escribir, es el deseo lo que revela y oculta, es la escritura la que acecha, la que se presenta sigilosa junto a un grupo de extraños que luego serán personajes tan cercanos como seres queridos.

¿Y si pensáramos esta secuencia considerando la lectura y no la escritura?

Podemos leer como gatos y podemos leer como ratones. Podemos leer intentando atrapar los indicios que la lectura-ratona nos va dejando. O podemos leer tratando que el libro-gato no nos toque, no nos implique, no nos atrape.

Alguna vez propuse pensar al libro de tres modos simultáneos: como araña, como telaraña y como insecto[1]. Sigo sosteniendo esa idea del libro como habilitador de ecosistemas completos –“lectosistemas”, decía en aquella vieja ponencia–; y esa forma de pensar cada idea desde varios enfoques a la vez se ha transformado en un ejercicio para mantener flexible mi pensamiento. La lectura es múltiples conversaciones a la vez, es múltiples tiempos a la vez, es multiespacial, también.

¿Y qué tiene que ver todo esto con robustecer la democracia?, se estarán preguntando.

Ya llegaré a eso. Por lo pronto les pido que compartamos este tiempo del modo que proponen las pensadoras y él pensador que les presenté al comienzo: no calculen, no especulen, deriven, naveguen, caminen conmigo.

El comienzo que asombra: ¿se puede salir los jueves a pasear una planta?
El comienzo que intriga: ¿por qué la historia empieza con un insecto que no puede avanzar?
El comienzo que atemoriza:

“Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.”

Ese es el primer párrafo de “El almohadón de plumas”, de Horacio Quiroga. Un cuento que me hizo temblar por la noche, aunque lo había leído de día y antes de acostarme me había asegurado de que en mi almohada no hubiera ni plumas ni bichos.

Lo leí a los once o doce años, una edad de muchos cambios en el cuerpo, de muchos espantos, porque el crecimiento sucede sin dar tregua ni pedir permiso. Mi mamá luego me acercó a Poe y a Lovecraft y de ahí fui a Stephen King, al que no solté en varios años, todos dedicados a leerlo y releerlo. Por momentos, la profusión de detalles en la descripción de las escenas me abrumaba tanto como saber que no lo estaba leyendo en el idioma en el que él escribió. ¿Era necesario contarme tantos detalles? ¿Eran un estilo? ¿Era propio del género o de la literatura norteamericana? Como fuera, no podía salirme de los personajes, de la trama, de la telaraña, que esas lecturas ofrecían. Tampoco podía dejar de devorar esas historias. El modo de contar de King me transportaba.

Él dice, en un libro llamado Mientras escribo, en el cual cuenta cómo se formó como escritor, que los libros son la magia más portátil que existe, que la lectura permite que contacten las mentes del autor y del lector, aunque sus cuerpos estén separados en tiempos y en espacios. También, en el mismo libro, dice:

“La lectura constante te lleva a un lugar (o estado mental, si lo prefieres) donde se puede escribir con entusiasmo y sin complejos. También te permite ir descubriendo qué está hecho y qué por hacer, y te enseña a distinguir entre lo trillado y lo fresco, lo que funciona y lo que sólo ocupa espacio. Cuanto más leas, menos riesgo correrás de hacer el tonto con el bolígrafo o el procesador de textos.”

Ya aparecen en este párrafo señales, indicios, de cierto paralelismo que podemos hacer entre leer y vivir en democracia, ¿no? La democracia que se sostiene en el tiempo genera una cultura que crece, que se complejiza, que te permite ir descubriendo qué está hecho y qué por hacer que intenta ser fresca, funcionar, no hacer tonterías ni con las lapiceras ni en las redes sociales ni con los procesadores de texto.

¡Pero esperen! Me falta lo más complejo, lo que difícilmente logra ser descripto, lo que nos enciende cada vez que vemos el rostro, el cuerpo, de aquellos que amamos, sean nuestras parejas, nuestros viejitos, nuestros chicos, nuestros animales de compañía, nuestro hogar:

Cita:

“La única que se dio cuenta soy yo: Gustavo tiene un sol entre los ojos. Un pequeño sol colorado, de rayos desparejos, como despeinado en los bordes…
Cuando Gustavo mira, enciende cada cosa que mira.
La primera vez que lo advertí fue cuando puso antorchas a lo largo de la escalera de la escuela, una sobre cada peldaño, a medida que bajábamos… Me asombré tanto, que no le pude decir nada”.

Así comienza “Con el sol entre los ojos” el primer cuento del libro No somos irrompibles. Cuentos de chicos enamorados, de la escritora argentina Elsa Bornemann. En ese libro también está “Mil grullas”, uno de los cuentos de amor más tristes que he leído en mi vida.

Dice Anne Dufourmantelle, una filósofa francesa, sobre el amor:

“El amor es ese evento que nos hace capaces de transportarnos en el otro, (…). El amor es a pesar de la violencia, de la torpeza, del estilo, de las ganas, del sueño, el amor está constantemente a contratiempo.”

Lacan también aporta en ese sentido cuando afirma “lo que digo del amor es con toda certeza que no puede hablarse de él”. ¿Qué significa eso? Creo que apunta a que amar es una acción y apresarla en definiciones la simplifica.

En uno de mis libros el papá del protagonista le dice “amar no es verse, es encontrarse” y eso es lo más cerca que llegué por ahora en mis intentos de asir con pocas palabras lo inasible.

Cuando digo que amo leer, o que amo mi biblioteca, estoy cargando de un sentido propio el valor que le doy a la lectura porque solo yo sé lo que significa para mí, en mí, el amor.

¿Cómo sienten ustedes esta emoción tan compleja y particular?

Quitémosle el edulcorante, los estereotipos.

Separémosla del enamoramiento de los primeros años de cualquier relación. Cuando pasa ese efecto primero que sentimos ante esa personita que acaba de nacer, ante esa persona que conocimos y nos subyuga, ante esa actividad que nos recibe y nos aloja, ante lo que fuera que nos transporta y sucede a contratiempo constante.

¿Cómo sienten ustedes el amor cuando esa o ese bebé ya es adolescente, cuando el señor o la señora que amanece a su lado ya no es novedad, cuando el trabajo muestra sus sombras, cuando el cachorro ya tiene bigotes blancos? ¿Dónde se localiza esa ternura que aparece junto al amor? ¿Hace falta localizarla? ¿No es mejor usar la energía para no naturalizarla, para sostenerla presente, para proyectar esa ternura al futuro?

Cuando descubrimos al amor en las lecturas de las infancias, lo hacemos a través de diferentes modelos sobre los cuales podemos armar preguntas, pensamientos, deseos. Yo no me olvido más del bombero enamorado de la protagonista de Dailan Kifki, que cose unas alas gigantes y se va de viaje montado sobre el elefante, que habla en verso. Tampoco me olvido de la protagonista, de su mamá, que quiere casarla a toda costa, y de la respuesta que da ella cuando finalmente llega la propuesta de matrimonio: “lo voy a pensar”.

¿Cómo que lo va a pensar? ¡Pero por supuesto que lo tiene que pensar!

Luego está, en el libro, la invitación formal de casamiento para que las lectoras y los lectores nos quedemos en paz y deduzcamos qué respondió la chica, pero esa invitación a seguir pensando que aparece en el final es perturbadora ¡y genial!

“Lo voy a pensar”. Adopté esa respuesta y la usé, ¡la uso!, incontables veces luego de leer el libro.

¿Pensó alguna vez María Elena Walsh que una pequeña lectora quiso desde el inicio ser una adulta parecida a la protagonista de Dailan Kifki?, ¿que creció, ahora es escritora, y cada tanto sale con una plantita entre las manos?, ¿que creó un elefante llamado Eleodoro y escribió sobre una elefanta llamada Mara?, ¿que responde bastanta seguido “lo voy a pensar”? Estoy casi segura de que no, porque no es en eso en lo que hay que detenerse cuando una escribe. Porque si lo hubiera hecho, no habría escrito tan maravillosamente como lo hizo.

En definitiva, que en la formación de lectores nos lanzamos a la transmisión de emociones que no sabemos con certeza qué significan para esas otras, esos otros, en su futuro. No sabemos cómo las y los afectarán. La incertidumbre, la sorpresa, el miedo, el amor y tantas otras sensaciones que atravesarán a quienes nos escuchan leer, a quienes siguen la lectura colectiva desde sus libros, a quienes se enroscan en algún rincón con sus libros. Emociones que quedarán en la memoria o que pasarán sin dejar huella. ¿No saber, hace que la apuesta a formar lectores valga menos?

En la mayoría de los casos, las personas mediadoras de lecturas convidan cuentos, narraciones, novelas y poemas como quien convida un plato de comida casera. Hay amor en esos convites.

¿Fortalece esto el pensamiento democrático?

¿Leer de todo y con todos robustece la idea de la democracia?

¿Animarse a contener las reacciones de un otro, a alimentarlo si tiene tanta hambre que no puede concentrarse, a esperarlo si lee despacio, si leer le cuesta, a cuidarlo mientras está tomado por el universo que le propone el relato, a darle conversación si la lectura lo desconcierta, a aceptar si no quiere leer, a acompañarlo si siente miedo, a hacerle chistes si lo que leyó lo hizo llorar, a darle más lecturas, más palabras, más abrazos, si hace falta tranquilidad, animarse a todo eso, no suma a lo que entendemos como democracia?

Yo creo que sí, porque entiendo que la democracia
está en comprendernos unos a otros,
está en no intentar eliminarnos ni físicamente ni intelectualmente,
está en abrirnos a lo que no comprendemos,
está en aclarar las veces que haga falta lo que queremos decir,
está en darnos cuenta de que puede que nuestras palabras tengan un sentido para quienes las decimos y otro, diferente, para quienes las escuchan,
está en dejar de lado la indiferencia por lo que le sucede al otro.

Multiplicar nuestras conversaciones, nuestras lecturas, nuestro universo de lo posible, alimentar nuestra capacidad o habilidad para generar metáforas, para interpretarlas, nuestro poder de síntesis, nuestra sensatez, creo yo que nos permite diferentes grados de libertad que nada tienen que ver con los que se consiguen desde la violencia, la anulación y el desprecio hacia los demás.

La lectura colectiva nos da herramientas para aprender a presentarnos frente a otros, a otras, con los brazos a los costados del cuerpo y escuchar. Para decir lo que pensamos sin hacer aspavientos, para defenderlo desde la argumentación, desde la emoción y también desde la fragilidad que todas y todos poseemos. La lectura colectiva nos da herramientas para detectar cuando en un discurso hay diferentes capas de sentido y complejidad en algo que nos presentan como sencillo o rotundo.

“Esto es así y punto” ¿En serio? Mmmm… En las sociedades, todo tiene, al menos, tres puntos de vista.

Porque genera dudas, preguntas, interrogantes, cuestionamientos, leer robustece la cultura democrática, por eso es un aporte importante en la formación de quienes construirán nuestro futuro.

Retomando los pensamientos del comienzo, de Husvedt, Montes y Han, podemos decir que al vivir democráticamente ponemos en juego el tiempo que transcurre entre respiración y respiración. Al vivir democráticamente habilitamos una búsqueda de nuevos sentidos. Y si seguimos trabajando para perfeccionar nuestra democracia, tal vez podamos recuperar algo de esa vida contemplativa que tanta falta nos hace, de ese tiempo inútil, “tiempo de jugar, que es el mejor”, como decía María Elena Walsh.

Por todo esto, queridas y queridos docentes, bibliotecarias y bibliotecarios, colegas en esto de sembrar ilusiones para que la curiosidad en las infancias no se apague, les agradezco muchísimo, ¡muchísimo!, lo que hacen día a día por agrandar y profundizar nuestra cultura democrática; y les pido que sigan formando lectoras y lectores desde la pasión y el amor que nos generan los libros y las infancias, porque así también, como saben y sienten, están aportando nutrientes para que nuestra democracia siga vivita y coleando muchos años más.


[1]     Me refiero a la ponencia “El libro: una araña, un insecto y una telaraña”. Presente en el libro Decir, Existir. Actas del I Congreso Internacional de Literatura para Niños: Producción, Edición y Circulación. Edición a cargo de Editorial La Bohemia, 2009.