Ponencias

Lo que leí en la presentación de la revista Aquelarre Nro 6

Mi colaboración en este nuevo número de la revista Aquelarre tiene que ver con el concepto de felicidad que está instalado firmemente en nosotros desde la infancia.
La felicidad como estado duradero e inalcanzable.
El “fueron felices” como lo que viene al final y, como todo final de obra, queda eternizado.
Quiero quebrar esa idea. Porque esa idea nos sumerge en una vida en la cual la felicidad es el horizonte que nunca se acerca, la zanahoria del burro que sigue girando y moliendo los granos, los sueños de las lavanderas que deben retorcer la ropa -o encender el lavarropas- cantando.

Desde el 3 de junio de 2015 voy a las marchas de Ni una menos sola. Me gusta mirar desde la soledad y sentirme unida a todas las personas presentes desde esa soledad. Pero este año la invité a mi hija. Sinceramente me sorprendió lo rápido que aceptó. Ella viene conmigo a las marchas del 24 desde que estaba en la panza. Solo a esas marchas, nunca quiere sumarse a ninguna otra. Pero esta vez sí. Como si hubiera estado esperando la invitación. Asi que este año no fui: fuimos.
Mi hija tiene once años. Es tan alta como yo, sus pies tienen el tamaño de los míos. Su pelo es más largo; su piel, más tersa. Sus dedos se engarzan entre los míos cuando nos dan ganas de ir de la mano. Esa mano que supo ser pequeñísima. Me temblaba la tijera cuando le cortaba las uñitas.
Llevábamos nuestros pañuelos verdes en el cuello. Ella me dijo “en realidad no necesito pañuelo, tengo el verde en los ojos”.
Yo sentí felicidad. Dice esas frases sin saber la poesía que contienen y cuando las escucho, la sangre se aliviana y calienta más el cuerpo, fluye ágil, me oxigena todas las células.
Nos detuvimos al costado del escenario y empezamos a ver pasar otras mujeres. Comentamos las inscripciones de los pañuelos, de las remeras, de los carteles, los colores elegidos, la inseguridad que me da que en medio de todas hubiera parrillas encendidas haciendo hamburguesas. Y de pronto vimos pasar un montón de algodones de azúcar.
La altura, las manos, los pies de mi hija volvieron a ser pequeños. Su voz. En un segundo se hizo presente la niña que también es. Siempre fue un tema de discusión madre-hija comprar en la calle algodón de azúcar. Para ella es irresistible. Yo no compro comida en la calle, herencia de haber trabajado en el área de control de calidad de alimentos en mi vida de bioquímica.
La perorata mil veces dicha comenzó pero como ella me retrucaba, el discurso se transformó en una serie de preguntas que iban y venían como una única pelota de ping pong:
¿Sabés cuándo los hicieron?
¿Y vos sabés cuando hicieron los caramelos que tenemos en casa que sí me dejás comer?
¿No te importa no saber cómo los hicieron?
¿Vos sabés cómo hacen las empanaditas chinas que pedimos al delivery?
¿No te da cosa comer algo que ni sabés hace cuánto está en ese palo, encima con lluvia?
¿Por qué me va a dar cosa?
¿Y si te agarra una cagadera?
¿Y si no pasa nada?
¿Y si les cayó encima caca de paloma?
A ver, mamá, ¿la bolsita de polietileno no es impermeable?
¿Sigo siendo la mamá, no?
¿Y eso qué tiene que ver con el algodón de azúcar?

Eso: ¿qué tienen que ver las aprensiones de madre sobreprotectora con los deseos de una niña que ya no es tan niña y es tan MI niña, a la vez?
Nada, no tienen nada que ver, salvo que sirven para sembrar un nuevo deseo: el de desobedecer.
En la desobediencia hay un crecimiento deseable, hay también, felicidad.
Sé que me va a desobedecer. Se le nota en la chispa de sus ojos verdes.
Eso sentí en el cuerpo durante ese intercambio de preguntas con mi hija. Una chispa hermosa. Está creciendo y elige confrontar, poner en duda la palabra de la madre. Elige hablar para azuzar los fuegos internos de cada una. Hablar para conocernos mejor a cada paso. Hablar para reírnos, también, de mi sobreprotección y de su eterna fascinación por el algodón de azúcar. Hablar para hacernos presentes, para decirle a la vida que acá estamos, juntas y con las manos entrelazadas, poniendo las certezas en duda. Dispuestas a vivir siguiendo el perfume de los deseos -ella, los de ella; yo, los míos-, dispuestas, también, a desobedecer/nos.

(La revista Aquelarre puede leerse acá. Está buenísima.)