Mesa: “Narrativa y violencia de género: de la realidad a la ficción”
Algunas reflexiones sobre las violencias naturalizadas
A 30 años del atentado a la AMIA, el mayor atentado terrorista que sufrió el pueblo argentino, nos reunimos a hablar sobre violencia. Violencia es también la impunidad y la falta de justicia. Mi solidaridad, mi acompañamiento y mi abrazo a las familias de las víctimas en este día. Y mi deseo de que sigamos buscando justicia hasta encontrarla, ojalá en el futuro próximo.
El 6 de julio, hace un par de semanas, los diarios informaron que de las 146 personas contratadas para atender la línea 144 fueron despedidas 75. Y, además, que ya no es una línea que asiste casos de violencia contra las mujeres sino casos de violencia en general. Actualmente hay 71 personas en horarios rotativos para atender las 24 hs, los 7 días de la semana, los llamados por casos de violencia de todo el país. Un país en el que, entre enero y mayo de este año, hubo un femicidio cada 32 hs.
Me veo en el compromiso de decir también acá que desde principios de 2024 la mayoría de las políticas públicas que contienen las situaciones de violencia contra las mujeres, adultas, jóvenes y niñas, cis y trans, están siendo desfinanciadas, desarticuladas, a pesar de los peligros que esto concierne y que ya estamos observando.
¿Qué tiene que ver esto con la cultura, con la literatura infantil y juvenil?
Por un lado, y trayendo a la mesa las palabras de mi querida Liliana Bodoc, palabras que suscribo absolutamente, “arte, educación y política son conceptos entramados y dependientes”.
Por el otro, comenzar así mi exposición refiere a esta convocatoria puesto que dicha decisión política es un modo de violencia que nos toca a todas las mujeres y a todas las personas que somos parte de la comunidad cultural y educativa argentina, puesto que tenemos la responsabilidad de educar respetando la convención por los derechos de los niños, las niñas y las y los adolescentes a la que suscribe nuestra constitución nacional.
Me interesa hablar del lenguaje. Del lenguaje que usamos para construir nuestras ficciones y del lenguaje que usamos para comunicarnos tanto en la vida pública como en la vida privada.
Empecemos reflexionando primero sobre ese límite tan difuso que existe hoy en día entre lo privado y lo público. Esas palabras que, “accidentalmente”, se escuchan en las transmisiones en vivo de las redes sociales o se leen en los chats grupales. Expresiones que entrañan una violencia naturalizada en ciertos grupos de pertenencia.
La violencia aceptada, la violencia que, de tan presente, ya no duele, ya no se siente.
Dijo Fontanarrosa, hace como 15 años, en un congreso de la lengua, refiriéndose a las que llamamos comúnmente “malas palabras”, “Muchas de estas palabras tiene una intensidad, una fuerza, que difícilmente las haga intrascendentes”. Más adelante, refuerza esta idea: “Hay palabras de las denominadas malas palabras, que son irremplazables: por sonoridad, por fuerza y por contextura física.”
Dijo el psicoanalista Miguel Espeche, el 13 de julio de este año en una nota para el diario La Nación, que las malas palabras “se inventaron para existir en la zona vedada y emerger cada tanto para luego volver a su lugar. (…) Las “palabrotas”, al ser pan cotidiano, van pasteurizando su fuerza y van degradando la expresividad de quien las usa de manera abusiva”
Digo yo. Como escritora, a la hora de elegir cómo contar, cómo expresar lo que deseo escribir, que me esfuerzo en mantener a mi disposición todas las palabras, ninguna es desdeñada. Es parte de mi trabajo con el lenguaje no caer en la autocensura, permitirme una búsqueda profunda a la hora de construir el modo de decir de cada personaje. Son momentos en los que aún estamos solos mis personajes y yo, no hay aún otras miradas más que el deseo de contar una historia. Entonces, ¿por qué reprimir violencias si hace falta contarlas, por qué no putear, si así sale el habla de tal personaje en tal escena? Estos escritos libres de autocensura luego son leídos por mis editoras y conversamos, pensamos en equipo, construimos el libro que contendrá eso que escribí. Mi expectativa siempre es que el libro sea mejor que lo que yo les llevo. Mejor significa, para mí, más profundo, con más cabezas puestas a pensar para que lo que llegue a quienes lean genere preguntas, provoque dislocamientos.
Digo yo. Como lectora, que muchos libros, muchas autoras, especialmente, me han dado palabra siendo niña, siendo joven, para sobreponerme al peso de la palabra ajena y encontrar mi voz. Encontrarla, en varias ocasiones, para rechazar la violencia.
Hace unos años, en un libro de la filósofa Anne Dufourmantelle encontré un párrafo que resonó y reflotó esto de encontrar en la literatura algo de la voz propia, y me hizo pensarlo nuevamente. Ella dice que hay textos “que se nos meten debajo de la piel y nos contaminan tan seguramente como un virus en su trabajo de colonización de las células. Modifican nuestra forma de estar en el mundo, imperceptiblemente al principio y luego más abiertamente a medida que una entre en resonancia concreta con ellos”.
Hace muchos años me apropié de esa asimilación del lenguaje como un virus, tal vez por eso las palabras de Dufourmantelle me tocaron con tanta precisión. Cuando era adolescente, a mediados de los 80, me llamó mucho la atención en un disco que escuchaba mi mamá, de la artista norteamericana Laurie Anderson, una canción que se llama, justamente “Language is a virus”.
Los virus son, como ya sabemos pues sobrevivimos a una pandemia, apenas un pedacito de material genético que se deja llevar por el aire y así entran en nuestro organismo, en un estado latente, que requiere de nuestras células para vivir, desarrollarse, multiplicarse, prosperar. Algunos virus, incluso, el que produce la varicela, por ejemplo, quedan en nosotros de por vida, conviviendo con el cuerpo que somos.
Pensemos en este paralelismo desde la convocatoria de esta mesa: de la realidad a la ficción y de la ficción a la realidad.
Alguien que sufre, que no encuentra cómo contar lo que le pasa, cómo pedir ayuda, abre un libro y, sin esperarlo, encuentra tanta resonancia que sucumbe al texto. Dufourmantelle dice “la literatura nos hace escuchar, lo queramos o no, el riesgo puro de la lengua”. Cierra el libro. Pero la palabra latente, como el virus, ya está en sus neuronas, ya está en sus células, desarrollándose, vinculándose con sus recuerdos y sus deseos, proyectándose, prosperando.
Nunca se sale igual de una lectura de estas.
Tal vez por eso, Alejandra Pizarnik dijo que “cada palabra dice lo que dice, y además más y otra cosa”.
Tal vez por eso, Angela Pradelli sostiene que “en su espesura los caracteres trazan tu vida. Dibujan lo que fuiste, el presente y a veces hasta adivinan un futuro”.
¿Qué mejor que brindarles esa espesura a nuestras infancias y juventudes? ¿Qué mejor que ofrecerles nuestro lenguaje y todas sus variaciones, también las violentas, también las ambiguas, para que las escuchen desde un lugar amoroso como es el arte, como es la literatura?
Si en sus realidades están sufriendo violencias y se encuentran reflejados, reflejadas, en una ficción, ¿qué mejor que trabajar la lengua para que, cuando sea leída, sea alojada en el cuerpo y ocasione una transformación?
La infancia, para mí, no es un tiempo dulce. Es un tiempo doloroso. Los dolores son tantos que la memoria los cubre para aliviarnos. Crecer en este mundo es difícil, es complejo, es cruel aún cuando nos esforcemos en que no lo sea. Mi modo de acompañar a las infancias en su crecimiento no es decir “shh, no pasa nada”, porque sé que en la infancia pasan tantas cosas que no nos alcanza la vida adulta entera para descifrarlas. Mi modo de acompañar es escribiendo para las infancias y juventudes sin subestimarlas, respetando todo lo que saben, todo lo que ven, todo lo que escuchan. ¿Ustedes creen que va a sorprenderles que un personaje diga una puteada? No. Lo que los sorprende es que una autora, una editorial, el equipo directivo de una escuela, es decir, el mundo adulto, decida que ellas y ellos están preparados para leer una puteada, para reflexionar sobre la violencia que contienen esas palabras. Porque ya la escuchan en la vida de todos los días. La escuchan por la calle, en la cancha, en el supermercado, en el mundo del trabajo. Mi modo de acompañar es también, de algún modo, disculpándome por las torpezas y las crueldades que el mundo adulto comete para con las infancias y juventudes.
Hay dos acciones en las que creo que quienes somos parte de la comunidad educativa podemos ayudar y mucho a las infancias y juventudes de hoy:
Una. La demora. Parar el vértigo que la realidad le está imprimiendo a la vida cotidiana. Demorarse es necesario para pensar, para observar, para desnaturalizar aquello que se da por hecho y no debe ser así. Demorarnos para escuchar mejor, para sentir más, para paladear un poco antes de tragar. Demorarnos para jugar, para dar dos pasitos de baile, para reírnos. Aún de la desgracia se sale mejor si encontramos un momento para reír. Siempre hay alguna situación sencilla, cotidiana, que da pie a la risa sana, la que no se ríe del otro sino con el otro y con una misma.
Dos. La reflexión. Está anudada con la anterior. Reflexionar significa pensar atentamente, detenidamente. Dicho de otro modo, masticar la idea antes de tragarla. Cuentan que Beethoven recomendaba escuchar tres veces una composición musical antes de juzgarla. Estoy observando en muchos ámbitos que ante una información o relato, no hay reflexión, no hay detenimiento, no hay pregunta. “Lo dicho” por tal persona pasa de uno a otro como si estuviera caliente y no quisiéramos quemarnos sin darnos cuenta de que “lo dicho” no es un objeto, es un discurso. Un discurso que podemos hacer nuestro, que podemos cuestionar o que podemos rechazar. Si no nos detenemos en esto, si repetimos tal cual lo que escuchamos, quien nos escucha da por supuesto que adherimos a a ese discurso. Y ya sabemos: “somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras”.
Termino aquí volviendo a nuestra queridísima Lili, tan presente en este mes, el de su cumpleaños. Nuevamente, coincido 100% con ella.
“Acá no sucedió ninguna cosa, no se movió ningún objeto. Solo palabras,solo palabras que de verdad pueden generar que la realidad se transforme. Esperemos que siempre para mejor. Creo que la palabra nos hace libres, creo que la palabra nos hace bellos, creo que la palabra nos hace luminosos. Y creo que si alguna vez nos toca quedarnos sin palabras, sería bueno que fuese porque estamos maravilllados, y no porque estamos vacíos”.
Bibliografía:
Anderson, Laurie (1986). “Language is a virus”. Disponible online aquí.
Bodoc, Liliana (2024). La literatura en los tiempos del oprobio. Mar del Plata: Letra Sudaca Ediciones.
Dufourmantelle, Anne (2019). Elogio del riesgo. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Amalia Federik. Nocturna Ediciones.
Espeche, Miguel (2024). “La función de las malas palabras que está en riesgo de extinción”, en el diario La Nación. Disponible online aquí.
Fontanarrosa, Roberto (2004). “Sobre las malas palabras”, en el III Congreso de la Lengua Española. Disponible aquí.
Pizarnik, Alejandra (2000). “La palabra que sana”, en Poesía completa. Barcelona: Editorial Lumen.
Pradelli, Ángela (2013). El sentido de la lectura. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Paidós
AGREGADO POST LECTURA, POST JORNADA
Me quedé pensando en algo que surgió en el tiempo de preguntas de la Mesa y no pude desarrollar. Griselda Gálmez, en su excelente coordinación, advirtió en La chica pájaro, novela publicada en 2015, la presencia de otras masculinidades además de la que ejerce violencia. Es cierto. Nos quedamos luego hablando unos minutos sobre eso. Con el público reflexionamos sobre Mara, mi protagonista, y la necesidad de encontrar en ella misma la fuerza para salir adelante. Yo dije algo así como que eventualmente seguramente encontrará compañeros que la quieran, amores con los que ella quiera estar, pero en el devenir del relato, la búsqueda está en que encuentre dentro de sí la fuerza para sostenerse y no volver a caer en la violencia. En ella, en nosotras y la red que podamos tejer. Más o menos esas fueron mis palabras.
No hice explícito que creo necesaria la presencia de hombres en esa red. Hombres que nos valoren, que nos piensen como iguales, que nos amen tal como somos y disfruten de nuestro crecimiento en todos los ámbitos de la vida. Hombres que no toleren la violencia contra las mujeres y las infancias, que tampoco toleren el patriarcado, que lo combatan en la vida cotidiana, hogareña y laboral. Lamento mucho no haber podido explayarme en este sentido porque había varios docentes y mediadores varones.
Luego de terminada la mesa me pregunté sobre cómo se habrán sentido los compañeros que estuvieron escuchando nuestras ponencias. Me hago muchas preguntas sobre cómo se sentirán ellos cuando nos escuchan, cómo encararán estos temas en sus clases, qué receptividad tendrán entre sus estudiantes varones. Ojalá podamos conversar sobre esto en otra oportunidad.