Complicaciones a la hora de divulgar conocimientos a niños y jóvenes
Hace unas semanas tuve la alegría de visitar otra escuela a propósito de mi novela El mar y la serpiente. Al finalizar, aproveché el encuentro para hacer una pregunta: quería saber a cuántos de los 160 chicos y chicas de entre 12 y 14 años presentes les gustaban los libros “de divulgación”. La respuesta fue contundente: “¿De qué? ¿Qué es eso?”.
Es llamativo que ante la misma pregunta, niños y niñas apenas dos o tres años menores, del mismo extracto social, no duden en responderme “sí, los de dinosaurios”, “sí, los de astronomía”, “cualquier cosa de animales”.
Una de las jóvenes presentes en esta visita, una de las pocas que disfrutaba enormemente la lectura de obras de ficción, me explicaba luego que el problema de “esos libros” es que a la tercera página ya se cansa de no entender nada, “entonces los tiro por ahí”. Lo que estos adolescentes reclamaban eran libros que trataran sobre ellos o que, al menos, les hablaran a ellos.
En cambio, cuando converso con pequeños acerca de los libros de la colección ¿Querés saber?, que dirijo en la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), las sugerencias son incesantes: quieren saberlo todo, desde el funcionamiento de los músculos hasta el por qué se pintan rayas blancas en las calles. Aceptan libros de arqueología con la misma curiosidad que libros de biología celular. La presencia de ciertas palabras “difíciles” les provoca un desafío, cuando las usan se sienten orgullosos.
Entonces, la terminología científica, que en los libros para pequeños es un factor que suma, en los libros para adolescentes, aleja.
Dado que los libros de ¿Querés saber? ya tienen varios años de circulación, sabemos que el cuidado que ponemos en la construcción del discurso (en el cual no abusamos de vocablos nuevos, escogemos cuidadosamente los recursos literarios para no caer en errores conceptuales, tratamos de no excedernos de cierta cantidad de palabras por página, trabajamos conjuntamente con el autor las ilustraciones), rinde sus frutos a la hora de trabajar los textos en clase o de leerlos en casa. La construcción del libro, que parte del concepto de libroálbum, donde tanto el texto como la imagen significan, se completa con el aporte de asesores pedagógicos y científicos. La enseñanza de los conceptos que allí se expresan comienza cuando el niño disfruta los dibujos, en donde encuentra señales que lo llevan a leer o a preguntar qué se está explicando en esa página. Este mecanismo (primero la imagen, luego la palabra) permite que la divulgación científica se transforme en un disfrute para el niño. Luego caerá en la cuenta de que aprendió mientras leía.
Al recibir la propuesta de codirigir (junto al escritor y gerente de Grupo Editorial Norma, Antonio Santa Ana) una colección de divulgación de conocimientos para adolescentes, me pregunté cómo iba a armar el discurso. El desafío era, es, mucho más complicado. Y esto se debe, a mi entender, a que no es tan sencillo que nos inviten a su mundo. Los libros álbum ya no los subyugan; la imagen que ahora les interesa es la que les devuelve el espejo, es la de sus pares y la de su grupo. Así que decidimos prescindir de la imagen y apostar a su capacidad de entender. Fue, es, una apuesta fuerte.
Indagando un poco más en el grupo de adolescentes que me había escuchado atento durante una hora, que ya estaba relajado y con la satisfacción de haber preguntado todo acerca de la novela, seguí con mis preguntas y ellos comenzaron a expresar sus intereses. Suspiré: me habían aprobado, lo estábamos pasando bien. Mi espíritu científico, al mirar todos esos rostros que no son de niños ni de adultos, fue testeado mil veces en el transcurso de la charla y me dí cuenta de que la curiosidad no se pierde sino que se reenfoca.
Lo más valioso de esta experiencia fue que confirmé que los lectores y las lectoras adolescentes no se lograrán si no incluimos sus miradas, si no nos preocupamos por humanizar los descubrimientos. Por apuntar hacia aquello que les interesa. A un/a adolescente seguramente le intrigará más saber las motivaciones que hicieron que alguien se dedicara a la genética que el conocimiento acerca de lo que es un gen. Ellos pueden apreciar la pasión de un ser humano que elige excavar en un sitio arqueológico mucho mejor que la importancia que tuvo descubrir ese lugar. Luego dirán que ellos “ni locos” (o frases similares que todos podrán reponer) harían semejante esfuerzo, pero no hay que darle mucho crédito a esta última provocación.
Otro aspecto importante para mí a la hora de elaborar o divulgar un texto es el respeto. Una forma de respeto es trabajar el discurso para no incurrir en errores. Muchas veces, el uso de recursos literarios en divulgación científica pone en riesgo la transmisión del conocimiento. Sería hipócrita no observar que al adaptar un texto científico se va perdiendo precisión pues se opta por términos que admiten más acepciones, usos más amplios; pero aún así se puede mantener el discurso lejos del error. Esta tarea, escribir con respeto, tal vez la más complicada cuando se está escribiendo un libro para niños o adolescentes, implica pensar en el lector como en un Igual. Que haya vivido menos, que sepa menos, no debe llevar al autor o al divulgador a pensar que ese lector es menos. Parece algo innecesario de aclarar, pero no es raro escucharnos decir a los adultos “si no entiende eso, es porque no quiere”; sin detenernos a pensar que muchas veces no entienden porque no alcanzaron el estadío madurativo que les permitirá entender. A diferencia de niños y jóvenes, los adultos sí podemos esforzarnos y golpear las puertas del universo de nuestros hijos y/o alumnos. Nosotros sí contamos con las herramientas necesarias para conversar con ellos, tomar de sus vivencias imágenes que nos permitan armar metáforas o paralelismos y luego, utilizarlos para que aquello que queramos enseñarles no sea “tirado por ahí”.
La generación de un lector niño o de un lector adolescente no es espontánea. Tal vez en un futuro descubramos, como Leeuwenhoek, un universo microscópico que nos de respuestas más efectivas a la hora de divulgar los conocimientos científicos y artísticos. Pero mientras tanto, creo que alcanza con acercarse a ellos respetuosamente (a veces, con un libro en la mano; otras, simplemente con la mano abierta), invitarlos a compartir un momento y disfrutar de la conversación.