Ponencias

Lo que leí para inaugurar la 20° Feria del libro de La Rioja

Buenas tardes.

Comienzo agradeciendo a la Comisión Organizadora de la Feria y a la Secretaría de Culturas por haberme invitado a estar hoy aquí, frente a ustedes. Es la primera vez que invitan a una mujer que se dedica a la comunicación de las ciencias y que elige como público a las infancias y juventudes para su obra literaria. Me siento doblemente honrada. Muchas gracias.

Quiero comenzar dedicándole estas palabras inaugurales a una maestra riojana: Alba Lanzillotto, integrante de Abuelas de Plaza de Mayo, fallecida el 29 de junio pasado, hace menos de un mes. Una mujer de una fortaleza enorme y un gran compromiso con la educación sostenido a lo largo de toda la vida. Fue Alba quien me invitó a colaborar con la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo en 2005 y desde entonces, soy parte activa de Abuelas.

Como a ella, me interesan las infancias y las juventudes.

Me interesan como escritora y como investigadora, como artista y como científica.

Me interesan como trabajadora y como ciudadana.

Me interesan porque es en esos años cuando más preguntas nos hacemos sobre nuestra identidad.

Todo lo que sucede durante la infancia y la adolescencia, lo mejor y lo peor, las preguntas que quitan el sueño, las maneras en que nuestros cuerpos hacen lugar –o no– a lo bueno y a lo malo, a las incertidumbres y a las certezas, a la riqueza y a la pobreza, a la soledad y a la amorosa contención, son las que signan la vida entera, las recordemos o no.

Es por esto, felicitándoles por haber llegado a la vigésima edición de la Feria del Libro de La Rioja, que creo que, si queremos que haya otras veinte, toda reflexión sobre la industria editorial y la cultura nacional debe ser realizada incluyendo la mirada de los segmentos infantiles y juveniles de nuestra población que, dicho sea de paso, estadísticamente, son los que más leen.

Hay muchos temas que quisiera desarrollar en estos minutos: el rol posible del Estado en la industria del papel, el cambio de paradigma en el mercado editorial con la irrupción de las plataformas de lectura digitales, los derechos laborales de quienes escribimos en tanto y en cuanto personas trabajadoras de la palabra, los desastres ecológicos que estamos provocando, la importancia de seguir siendo parte de las comunidades lectoras cuando se egresa o se abandona la educación formal, etc, etc… pero, pero… quien mucho abarca poco aprieta, dice el dicho, así que voy a enfocarme en dos cuestiones:

-dado que me siento portavoz de mis colegas de trabajo en la literatura destinada a las infancias y juventudes, hablaré de nuestra incidencia en la construcción del camino lector y

-dado que mi área de investigación científica actual es la lingüística, compartiré algunas reflexiones sobre mi objeto de estudio: el lenguaje.

Voy a empezar por el lenguaje. ¿Qué es? Es más que la voz, obviamente. Y es más profundo que el idioma. ¿Dónde está? ¿Se lo puede localizar? ¿Lo habitamos? ¿Nos habita?

Liliana Bodoc –una escritora de una lucidez única, un verdadero faro para mí–, dice que el mundo de cada uno empieza y termina con su lenguaje.

Hay un lenguaje que nos recibe al nacer. Un lenguaje que nos une a tal o cual familia, una ola de palabras que, sumada a una marea de gestos, nos empapa. Ahí, cuando se abandona el líquido amniótico y se inaugura la sensación de sequedad del aire en nuestra primera respiración, ya aparece el lenguaje que fluye, cantarino, aún indescifrable, pura música.

Hay un lenguaje que inspiramos y nos llena, nutritivo, de tonalidades y vocablos, y hay otro, muy nuestro, muy particular, que va creciendo despacio, que se va formando y multiplicando, que adquiere formas íntimas, que puede demorar en aparecer, pero que está desde el inicio, sustentando nuestra identidad.

Como la piel, el lenguaje nos contacta, nos protege, nos identifica como una persona entre muchas otras. Como la piel, el lenguaje crece, se expande, se texturiza, a medida que pasa la vida. Como la piel, el lenguaje se renueva, siente las presiones, impacta contra bondades y violencias. Como la piel, el lenguaje se va poblando de recuerdos, de huellas, de manchas, de cicatrices. El lenguaje es, en definitiva y a la vez, lecho y mar de memoria.

El otro lado del lenguaje es la escucha. Es más: si hay lenguaje es porque hubo –hay– escucha, más allá de que funcionen o no nuestros oídos. La escucha es mucho más que la audición. Es posible identificar claramente la escucha cuando falta. Cuando las voces se agolpan y superponen y elevan el tono y se vacían hasta ser meros sonidos, indistinguibles, inentendibles, incomprensibles. Y no me refiero únicamente a la escucha que viene de otras personas, también me refiero a la escucha interna, esa que nos sirve para aprender a hablar, para pensar, para esperar, esa interioridad que debe ser cultivada.

¿Se puede localizar el lenguaje en quien escucha? ¿Dónde está en cada uno, cada una, de ustedes en este momento? ¿Cómo lo imaginan? ¿Cómo lo sienten dentro de ustedes? ¿Grande, chico? ¿Se siente como agua calma, lo imaginan bola de fuego, tormenta? ¿Lo imaginan animal, planta, piedra? ¿Lo que callan tiene límites o es un todo que ocupa completos los rincones de su cuerpo y más allá?

¿Desde cuándo hablamos?  ¿Desde cuándo nos hablamos? No se sabe con certeza pues las huellas de la lengua oral se deducen indirectamente, a través de los restos de diferentes objetos producidos por nuestros antepasados. Los estudios de la antropología social postulan dos modelos que no se excluyen entre sí. Por un lado, quienes postulan que el lenguaje surgió de la necesidad de organizarnos para cazar mejor, para establecer estrategias más efectivas y poder alimentar a más personas. Por otro, quienes piensan que no se puede desestimar la necesidad de transmitir conocimientos a grupos grandes de personas, ya sea que estuvieran separadas por largas distancias, o por lapsos de tiempo importantes. De un modo u otro, lo que se observa es que a lo largo de la evolución de nuestra especie, nuestro lenguaje ha ido cambiando, diferenciándose en idiomas, dialectos, incorporando nuevas formas, agregando nuevas palabras y dejando atrás otras, según sus necesidades de organización y de transmisión de conocimientos.

Suena lógico que esto suceda pues el lenguaje se adapta a las circunstancias de la comunicación y de la existencia. ¿Acaso usábamos hace 20 años verbos como “googlear”, “whasappear”, frases como “mercado pago”, “billetera electrónica”, preguntas como ‘¿la reunión es virtual o presencial?’?

Suena lógico que el lenguaje cambie de modo insospechado e insurrecto, pues lo que hablamos socialmente es el resultado de la puja entre el lenguaje que nos recibe al nacer y el que nos habita, el que nos hace ser quienes somos.

Lo que no es lógico de ninguna manera, a más de doscientos años de la declaración de la independencia argentina, es seguir insistiendo con censurar y prohibir modos de decir porque no nos gustan “como suenan”, porque no siguen las normas de la RAE.

¿Acaso el lunfardo, los localismos que toman palabras de nuestros pueblos originarios, el voceo rioplatense, la lengua con la que se comunicaban nuestros héroes de la revolución de mayo siguieron las normas? 

Debido a todo lo expuesto es que no comprendo la saña con la que se ataca al lenguaje inclusivo. Si expresa identidad, si no es obligatorio su uso, si nace de la justa causa de ampliar derechos humanos, de incluir personas a la vida social democrática, ¿dónde está el problema? Me respondo: no está en la lengua pues el lenguaje les importa de verdad a muy pocas personas. El problema está en que quienes usan los modos inclusivos de decir nos muestran una y otra vez que somos muchas más personas que las que queremos ver. Y sí: nos guste o no, somos más de 47 millones de personas viviendo en nuestra Argentina y todas, todos, todEs, tenemos derecho a habitarla y merecemos vivir bien.

Y remarco aquí que prohibir no sirve. Genera una violencia que recuerda nuestras peores épocas.

Ya sabemos: podemos administrar el avance de un río haciendo una represa, pero es imposible detener la humedad. El agua encontrará modos de fluir pues así son los principios físicos que la rigen. También sucede en el lenguaje. Está en su naturaleza ir hacia donde quiera.

Entrelazo aquí la segunda cuestión que quiero compartir con ustedes: la construcción de un camino lector. Ir hacia donde queramos ir.

Recibí este concepto de otra de mis escritoras faro, la querida, enorme y preciosa Laura Devetach, escritora prohibida durante la última dictadura cívico militar. Ella dice que el camino lector personal no es un sendero de acumulaciones ni es un camino recto. Afirma que es un entramado de textos que vamos guardando, con los que vamos dialogando y armando una trama propia, única.

A la luz de las palabras de Laura, quiero invitarles a revisitar sus infancias y a que cada uno, cada una, cada unE, recupere el momento en que estuvieron en contacto con un libro por primera vez.

No les pregunto sobre la primera vez que les contaron una historia porque el lenguaje narrativo, como ya dijimos, es parte de nuestra identidad. Al nacer ya estamos investidos por un puñado de relatos, esos que nos preceden, que tienen que ver con cómo el mundo adulto se prepara para recibirnos. Relatos familiares sobre el origen de nuestro nombre, sobre las manchas de nacimiento, sobre las circunstancias del embarazo, cuentos sobre dónde estaba cada familiar en el momento del parto. Melodías, emociones, en fin, que nos dejan huellas indelebles y buscamos escuchar una y otra vez durante nuestra infancia para reafirmarnos como parte de una familia, como parte de un pueblo, como parte de una sociedad.

Pasa que, poco a poco, en nuestros primeros años, a esa avidez por los relatos familiares y las historias propias, se le suma la que sentimos hacia el mundo que nos rodea. Cuando aprendemos a hablar también aprendemos a cantar, y con los cantos llegan historias de otros lugares.

Una niña ciega me dijo una vez que el mundo era tan grande como la extensión de sus brazos abiertos, y que, si alguien la tomaba de la mano y giraba con ella, si alguien le narraba con detalle todo lo que estaba sucediendo a su alrededor, el mundo, de pronto, se hacía muchísimo, pero muchísimo más grande.

Vuelvo a sus recuerdos. ¿Encontraron ese momento? Imagino que, para muchos, para muchas, para muches, es esquivo. Tal vez, irrecuperable. ¿Fue en sus primeros años? ¿Ya estaban en primer grado? ¿Llegó de la mano de una maestra? ¿De una bibliotecaria? ¿Fue una revista de historietas, tal vez?

En mi caso, como provengo de una familia lectora, los libros estuvieron siempre. No tengo recuerdo de esa primera vez del mismo modo que no tengo recuerdo de mi primera comida. Somos personas privilegiadas quienes crecimos en familias de bibliotecas abiertas, que daban permiso para hacer con los libros refugios, casas, tablas de flotación, escaleras, universos. Somos personas privilegiadas quienes crecimos en familias de ollas llenas, en donde el hambre tenía más que ver con la curiosidad que con la panza vacía.

Busquen en la memoria. Lleguen hasta las niñas, los niños que fueron. ¿Estaban en soledad cuando hojearon su primer libro? ¿Estaban con alguien? ¿Alguien que les leía?, ¿que les leía amorosamente? ¿Por las noches, antes de dormir? ¿O tomaron un libro de una biblioteca, de una mesa, de un kiosco de revistas, de un stand de una Feria del Libro, de cualquier lado, sin saber, tal vez qué decía, por curiosidad natural, salvaje? ¿Acaso hojearon el primer libro de prestado, de reojo? ¿Tal vez desafiando una autoridad, alguna prohibición?

La literatura amplia nuestro mundo. También la ciencia. Cada historia, cada relato, cada libro es una conversación con alguien que nos toma de la mano y nos plantea circunstancias que nos llevan más allá. A paisajes inesperados. A territorios que no sabíamos que queríamos conocer. La literatura genera titubeos, preguntas, ganas. También la ciencia. Y con cada momento de inestabilidad, con cada cuestión, con cada deseo, con cada palabra nueva que nos presentan, con cada experimento, con cada frase escrita para enamorar, la literatura y la ciencia no solo nos conectan con otras personas, también nos conectan con nuestra propia intimidad, con ese espacio interior infinito que nos hace ser quienes somos.

¿Recuperaron el recuerdo de ese primer contacto con un libro?

Si lo hicieron, dudo que hayan recordado un libro escrito para adultos. Lo más probable es que les haya venido a la mente algún cuento clásico –¿Caperucita? ¿Alicia? ¿Cenicienta? ¿Pinocho? ¿El Lobizón? ¿Sherlock Holmes? ¿La Difunta Correa?–,  o alguna historia escrita por alguien que ni siquiera recuerdan cómo se llama. ¿El cuento del elefante que hizo huelga, el del brujito de Gulubú, uno de piratas, uno en el que había una familia unida por unas sogas, el del patito? No sé, pero había osos.

Hace un par de años, en la inauguración de esta feria, Elsa Ducadroff dijo que las primeras narradoras fueron mujeres y que luego, Andersen y los hermanos Grimm recopilaron esos cuentos feroces que hoy llamamos tradicionales, porque escribir era un privilegio que tenían los hombres, no las mujeres. Coincido. Y agrego que sigue sucediendo: las que contamos historias a nuestros chicos y chicas solemos ser las mujeres. Madres, hermanas mayores, abuelas, tías, maestras, bibliotecarias, narradoras.

Por suerte, cada vez más, hay hombres que nos acompañan en esto de cultivar los relatos, de enriquecerlos con detalles, de jugar con las palabras. También lo dijo Elsa: hay hombres que saben ver en el hábito de narrar historias a nuestras infancias algo capaz de nutrir generaciones enteras, hombres que escuchan y se unen a esto que es hacer crecer la vida nutriéndola de lecturas, de narraciones, de músicas.

Quienes nos dedicamos a escribir para las infancias y las juventudes sabemos que nuestros nombres probablemente no queden en la memoria de quienes nos leen. La mayor parte de la población adulta no nos otorga el mismo prestigio que a los y las autoras que escriben para sus pares. En muchos casos, desde sus miradas adultocéntricas, sostienen que nuestros libros son menores, libritos, cuentitos, novelitas infantiles. Desestiman el trabajo que conlleva pensar en cómo escribir para generaciones diferentes a las nuestras, la cantidad de lecturas que debemos hacer, la calidad de la escucha que debemos desarrollar, la responsabilidad que se siente estar en los primeros pasos de los caminos lectores de tantas personas.

Es muy difícil sopesar la importancia de las primeras lecturas. ¿Seguimos leyendo gracias a lo que esas primeras experiencias nos provocaron? ¿O el impulso lector se relaciona más con el vínculo afectivo que establecemos con quien nos introduce a la lectura? Son preguntas que mantengo abiertas pues creo que dependen de cada historia. En la mía, sé que fueron fundamentales ciertos cuentos de María Elena Walsh, como La Plapla, y de Graciela Montes, como Así nació Nicolodo, para cimentar mi relación con los libros. También sé que fue mi madre quien siempre se ocupó de poblar los estantes de mi biblioteca con literatura desafiante. ¿Cómo fue en la infancia de cada una, de cada uno de ustedes?

Creo fundamental la lectura compartida durante la primera infancia para afirmar la identidad y fortalecer la voz propia. No perdamos de vista que en cuanto comenzamos a crecer, ese lenguaje que proviene del mundo que nos acoge y ese otro, interno, personal, van entrelazándose. Si hay violencia, si hay malos tratos, se internalizarán de un modo; si hay afecto y confianza, obviamente, de otro. La lectura compartida siempre es un gesto de ternura.

María Teresa Andruetto –otra de mis escritoras “faro”– dice que el secreto del arte está en la intensidad. En poner el cuerpo a disposición de la escritura y que el lenguaje surja de ahí, de la pulsión por la vida. Eso conmueve a quien lee y es en la búsqueda de repetir esa conmoción –esa sensación de una vidaotra– donde se va construyendo el camino lector. Sí, como todo camino personal, íntimo, este también se hace al andar. ¿De qué manera colaboramos con las infancias y juventudes para que lo transiten?

Las infancias son intensidad pura. Convivir con ellas nos desestabiliza pues todo aquello que, como personas adultas, fuimos naturalizando con el paso del tiempo, vuelve a ser puesto en duda ante las agudas preguntas que nos formulan.

Las artes y las ciencias son producidas por personas que nos esforzamos en sostener encendida la curiosidad, personas que intentamos vivir la adultez en estado de pregunta, personas lectoras que nos animamos al debate, a la creación de pensamientos que corran en paralelo a lo instaurado, personas que desafiamos la mirada edulcorada que vuelca el mercado sobre las infancias, que pretendemos tomar de la mano y ampliar los mundos de quienes nos leen. De lo que se trata es de hacer temblar las estructuras, de quitarles comodidad para que salgan a buscar aquello que deseen.

Hay dos temas que cuando aparecen en obras ofrecidas a las infancias y adolescencias, preocupan: la política y la sexualidad. ¿Por qué? ¿Será porque tememos las preguntas que luego vayan a hacernos? ¿Será porque nos da vergüenza que queden expuestos nuestros prejuicios sobre ciertas cuestiones? ¿Será que no nos gusta decir “no sé”?

Los chicos, las chicas, les chiques, nos escuchan y observan aun cuando parece que no lo hacen. Escuchan y observan aunque no nos den señales de haberlo hecho. Actúan siguiendo esa escucha atenta, esa observación. Como dije antes, el lenguaje interno que van desarrollando reacciona al lenguaje externo y al silencio externo. Sus actos también reaccionan ante el poder adulto. En juegos repiten lo que ven y no comprenden. En juegos repiten lo que les gusta y lo que no les gusta. El riesgo de no prestar atención a esto o de reaccionar violentamente ante sus pensamientos, ante sus actos, es que ellos, ellas, elles se encierren, no confíen, no nos crean y no compartan ni sus temores ni sus alegrías. Nos bajen la persiana, nos oculten sus consumos culturales. ¿Queremos eso? Mercedes Sosa dijo una vez que una niñez doliente genera hombres y mujeres desesperados.

Nos guste o no, tanto la sexualidad como las complejidades de la vida social y del poder político son parte de la literatura que leen las infancias y juventudes. Hay gran cantidad de abordajes posibles sobre ambas temáticas y los, las, les especialistas en pedagogía, que suelen recurrir a la literatura para abrir diálogos y plantear preguntas, lo saben. Lo tienen en cuenta a la hora de planificar sus clases. También tienen en cuenta las distintas realidades que aparecen en sus grupos de estudiantes. Siempre están pensando cuál será el mejor modo para tratar en clase los conflictos que intuyen o detectan. ¿Confiamos en los docentes de la institución educativa que elegimos? Si dudamos, ¿por qué no acercarnos desde el no saber, desde la pregunta lícita en lugar de hacerlo desde el prejuicio? Por otra parte, ¿confiamos en nuestros hijos e hijas? ¿De verdad creemos que censurando un texto, un juego, una serie, una canción, nuestros hijos, nuestras hijas, no lo van a leer, jugar, mirar, escuchar?

Censurar no apaga la curiosidad, la enciende; pero también enciende la violencia, la desconfianza, la discriminación. Y la violencia siempre parte de personas adultas. Somos nosotras, nosotros, quienes la sembramos, quienes la hacemos crecer, nunca nace de las infancias. Lo queramos ver o no, la violencia parte del adultocentrismo. También está en nosotros, en nosotras, darle fin.

Recapitulo: Lenguaje vivo; camino lector para alimentar la escucha; prohibir no sirve; censurar no conduce a nada bueno; está en nuestra naturaleza seguir nuestros deseos. Impedirlo genera violencia.

Necesitamos reflexionar sobre el modo en que nos tratamos.

Necesitamos de la ciencia y de la literatura para comprender esta realidad doble, virtual y presencial, y profundizar nuestro mundo interior, llenándolo de perspectivas diferentes que nos permitan elaborar pensamientos nuevos.

Necesitamos que nuestras infancias y juventudes nos sacudan con preguntas.

Necesitamos escuchar lo que las personas más jóvenes y que más leen del país tienen para decirnos.

Necesitamos escucharnos.

Necesitamos reflexionar.

Los días venideros, aquí, en este espacio, serán una gran ocasión para hacerlo.

Bienvenidos, bienvenidas, bienvenidEs, a la Vigésima Feria del Libro de La Rioja.